Una sorprendente ave de la remota isla de Nueva Guinea exhibe, en las recónditas espesuras de la selva, resguardada de miradas curiosas por la cómplice prodigalidad vegetal del entorno, un inusitado comportamiento de inverosímil belleza. El alado muchachillo construye con tenaz habilidad un exuberante templete vegetal que engalana con toda suerte de conchas y otros rutilantes tesorillos. Desde tan privilegiado pabellón su única espectadora, a saber, una sobrecogida hembra de su misma especie, observa hipnotizada el vistoso alarde que el emplumado arquitecto ejecutará para ella. (Impagable la cara de pasmo de la pájara en el vídeo que adjunto al final de esta entrada).
Algunos estudiosos ven en este elaborado ritual de las «aves de emparrado» -como se llama popularmente a la familia de las Ptilonorhynchidae– una representación escénica en estado embrionario, lo que no deja de tener un gran mérito si consideramos que un pájaro es básicamente una lagartija con plumas.
Por supuesto, la analogía no es perfecta: aunque en el «emparrado» el ave usa una muy trabajada escenografía en la que se evidencia preocupación por la perspectiva y la plástica del espacio escénico además de una clara intencionalidad de epatar a la audiencia, la finalidad última que persigue el ave-actor es copular con su tímida espectadora, lo que, al menos en la generalidad de los casos -por suerte o por desgracia- no tiene correspondencia con los acicates que animan a los intérpretes teatrales de nuestra especie.
En efecto, no es lo mismo. El teatro humano es una actividad extraordinariamente compleja con variadas motivaciones e infinidad de lenguajes que, además, están en constante evolución, pero sí me gustaría pensar que esta enigmática necesidad de renunciar a la propia identidad para adoptar las penas y alegrías de otro, para impostar miedos y anhelos ajenos; este irrefrenable mandato de interpretar está impreso en lo más profundo de nuestra huella genética hasta el punto que nos ha ayudado a sobrevivir como especie.
Tengo una teoría muy de andar por casa sobre los orígenes del teatro en la que sostengo que antes incluso de que los prehistóricos chamanes comenzasen a enmarañar la realidad construyendo el provechoso negocio de la religión, el primer actor conseguiría exorcizar el espantoso terror de los oscuros aullidos de lo negro irguiéndose entre, los que, como él, se acurrucaban alrededor de la crepitante hoguera -dientes rechinando- para, sin previo aviso, arrancarse a dramatizar algún episodio gracioso acaecido durante la jornada; quizá el ridículo resbalón con posterior caída de bruces del severo jefe del clan durante una escaramuza cinegética o el inconsolable apetito del pequeño de la tribu devorando con infantil desmesura bayas silvestres que a la postre le descompondrían.
Esas primigenias carcajadas desde bocas prematuramente desdentadas, esa algarabía de greñas enervadas por la comicidad del relato, habrían impregnado de esperanza las espesuras de esa amenazante alborada de nuestra especie y habrían conseguido cohesionar al grupo cuyos integrantes podrían ahora reconocerse no solo con su verdad literal sino también con las identidades teatralizas con las que les hubiera interpretado ese providencial adán de los actores.
Unos cientos de miles de años después, muchas ortodoncias y generosa profusión de mascarillas capilares y ahí estamos otra vez los de la peregrina tribu humana sentados alrededor de un actor cuyo oficio básicamente sigue siendo el mismo: conseguir que sintamos menos miedo.
Antonio Velasco es el favorecido vástago de nuestro primer «homo dramaticus» y ese talento y profesión se nota nada más empezar la función cuando con estudiada cohibición se presenta desplegando una rica gama de matices dirigida a excitar nuestra complicidad y ternura.
En efecto, su «Secundario» es un personaje entrañable, ameno y divertido que ejercita una pródiga locuacidad apremiado como está a decir, en el breve espacio de tiempo del que dispone, todo aquello que le está habitualmente vedado por su exiguo protagonismo de actor de reparto.
Anécdotas familiares, hermosas leyendas, servidumbres del oficio y relato de antiguos y nuevos agravios van construyendo este nostálgico relato que a ratos nos emociona, a ratos nos hace reír a boca llena y otras veces, simplemente, nos hipnotiza.
El espectador, contagiado de la premura en la exposición a la que se ve obligado el actor antes la supuesta inminente llegada del renombrado protagonista de la obra, ansía saber más y más de la azarosa vida de este sugestivo secundario que, como aquel pajarillo con el que comenzaba yo esta crónica, nos impresiona mostrando sus tesorillos apenas protegidos en una vieja maleta.
La abundancia de recursos y el tino en su uso, la riqueza de matices y el eficaz tratamiento del ritmo de la función necesariamente nos hacen reflexionar sobre un protagonista ausente durante la representación pero cuyo eficaz trabajo es más que evidente. Me refiero, claro está, al director: Fran Calvo ha hecho un trabajo que no solo pone en valor la capacidad interpretativa del gran actor sino que dota a toda la función de una coherencia muy afortunada.
Con respecto a la dramaturgia que, como digo, es amable y llena de encanto, tal vez, adolece un poco de bondadosa idealización, incluso partiendo de la base de su carácter sentimental y hagiográfico. Creo que esta visión un poco edulcorada del mundo de los cómicos hubiera soportado, sin perder su pellizco, cierta autocrítica, en clave de humor, sobre alguna de los inevitables pecadillos de la profesión: egos displásticos, celos profesionales, etc.
En cualquier caso una interpretación de lujo para una función que animo a todos a ver en la nueva sala de Lavapies «El Umbral de Primavera»
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