Savannah Macé 
Crítica teatral y dramaturga
Artículo de Savannah Macé publicado el 17/07/2013 traducción de Sara Luesma
Aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor en la hierba de la gloria en las flores, no hay que afligirse. Porque la belleza siempre subsiste en el recuerdo.
Es peligroso contar el teatro de Angélica Liddell con palabras porque es un teatro vivo, una emoción que nos transforma, una imagen que queda grabada para siempre. Segura de sus neurosis, hace uso de ese arte de la palabra para denunciar y denunciarse, crea un universo fuera de lo común, distinto del tiempo, que se congela enseguida. Una antología de instantes atípicos: las escenas se encadenan pero no se parecen. Hay en esta puesta en escena y en la profundidad de la propuesta de Angélica Liddell una agilidad que roza los límites sin franquearlos jamás.
Todo el cielo sobre la tierra (el síndrome de Wendy) comienza con una larga escena de gritos y masturbación que hace temblar los muros de la Cour du Lycée St Joseph. Una sospecha de indecencia. Sin embargo nos quedamos embelesados, como si ya estuviéramos hipnotizados por el aura de la escena. Una vez más, como en la Casa de la fuerza, el cuerpo se pone a prueba y se enfrenta a la necesidad de vivir. Una vida súbitamente interrumpida por las 69 víctimas de la isla de Utøya. Atrapadas en el País imaginario de Peter Pan, todas esas Wendy pondrán sin embargo conservar su juventud. Dejando de crecer conservarán la mirada del otro que se nos escapa con el hilo del tiempo, el que nos abandona. Porque se trata, antes que nada, de amor. Un sentimiento que subsiste a pesar de la fealdad del tiempo que se apodera de nuestro cuerpo y de nuestros deseos reprimidos que encuentran a su vez contrapartida en un cotidiano que nos empuja, a veces, hasta lo irreparable.
Aborda el abandono del otro, de ese miedo a ver nuestras vidas y nuestros deseos absorbidos por la decadencia de nuestro cuerpo, destinado a pudrirse y a alejarnos del amor físico. Angélica Liddell trata el sentimiento de pérdida con la mayor sencillez posible, oscilando entre subidas de potencia y magníficas danzas de Shangai. Nos aterroriza con su visión de las relaciones humanas, nos congela con sus sombras depresivas y su pesimismo recurrente, pero, a pesar de todo, la admiramos porque nos muestra belleza.
Qué importa la tierra de la que saquemos la fuerza para vivir y sobre la que encontremos la presencia del otro, lo que importa es la poesía que nos rodea, ese momento de gracia en el que, frente a un espectáculo tal, lo mental desiste y se deja llevar a emociones aumentadas provocadas por esa misteriosa mezcla de fealdad y brillo, de angustia y felicidad. Transformados antes este Teatro de la vida, sin aliento ante esta mujer que se entrega en cuerpo y alma al nombre de la pasión, vemos desde el abatimiento abrirse caminos misteriosos hacia los confines del pensar insaciable.