Intentar frenar a un amante resuelto a marcharse, intentar revertir el inexplicable proceso del desamor es un ejercicio tan desesperado y estéril como sería pretender detener con las manos el incipiente avance de un tren que parte de la estación. Esos primeros momentos de progreso lento y cadencioso ya descubren una fuerza arrolladora, una terca e imparable disposición de frío de maquinaria metálica capaz de aplastar la desnuda carne que desesperada y suplicante se interpusiese en el camino del desafecto.
Y, sin embargo, nada de lo que anima los indescifrables mecanismos del amor y del olvido obedece a las impasibles reglas de la logística ferroviaria, ergo estamos condenados, contra toda lógica, a situarnos en mitad de las vías para imprudentes intentar detener el irresistible empuje del abandono.
El último encuentro, ese donde todas las batallas han sido ya peleadas, ese donde todos los cartuchos han sido disparados sirve tan solo para constatar la derrota y para que los contendientes puedan repartirse los despojos de un cariño ahora abandonado. Los efectos personales, antes meros entes inanimados, cobran ahora el carácter esotérico de preciosas reliquias que, como el bendito hábito de un santo, trascienden su identidad material para adquirir esa milagrosa propiedad que les permite retener entre sus urdimbres algo de la esencia de su propietario, ya sea la pureza o santidad del bienaventurado o el calor y la felicidad que ahora nos es negada por el amado. Prendas de vestir y otros objetos se transmutan ahora en poderosos aunque inertes iconos de una fe antigua y olvidada.
El potente texto de Manuel De “La otra voz” nos lleva a las postrimerías de una relación entre dos artistas, en la que ya solo queda el trámite del último encuentro.
Antonio, (Gerobis Martinez), va a saltar a las vías del tren en un desesperado e inútil intento de retener su marcha sin más ayuda que sus manos desnudas y para ello ensaya una y otra vez, en un angustioso monólogo, argumentos, razones y agónicos reproches para recuperar el afecto perdido. A su amante, César, sólo lo conoceremos a través de la severa voz de los tiempos del desamor. Una voz ajena y distante, una voz extraña, carente de calor y armónicos, en la es incapaz de reconocer al que fuera su compañero de camino. Por eso, desesperado, le reclama volver a oír su otra voz, la voz de antaño.
Una propuesta de gran intensidad emotiva con momentos muy líricos e imágenes potentes sobre todo cuando Antonio comparte su desolación a través del rico mundo expresivo de la performance: Si el amor nos eleva y nos justifica el desamor nos degrada y animaliza.
Gerobis Martinez es un actor extraordinario que ha asumido el riesgo de interpretar a un personaje completamente sumido en la desesperación y lo ha hecho con credibilidad y solvencia sin caer en tics peripatéticos que podrían haber resultado muy molestos.
Una propuesta muy interesante que se podrá ver todavía de nuevo en Sala Tú la partir de septiembre.