
Todos sabemos que los grandes mecenas del mundo de las artes escénicas son precisamente los propios trabajadores del sector. Si no fuera por el trabajo gratuito –o mal pagado– que realiza este colectivo muy pocos montajes llegarían a ver la luz.

Como ha demostrado un estudio reciente sobre directores de escena en el Reino Unido, incluso aquellos profesionales que parecen disfrutar envidiables carreras llenas de éxito, sobreviven con sueldos que resultarían ridículos en otros sectores. La campaña #Illshowyoumine instigada por la artista Bryony Kimmgins ha servido como recordatorio de cómo incluso muchos de los profesionales del teatro admirados por el resto de artistas emergentes apenas pueden llegar a fin de mes.
Tal y como hace unos días señaló un participante en el último evento organizado por Devoted and Disgruntled[1] en el que se exploraban formas de relacionarse con el presente gobierno conservador (Tory): «Hoy en día uno tiene la impresión de que nunca se deja de ser una joven promesa. Es difícil alcanzar el siguiente escalón». Mientras que en el pasado lejano una generación de artistas pudo meter cabeza en la profesión cuando todavía estaban forjando sus carreras, esa posibilidad ha desaparecido en la actualidad. Cada vez más, artistas en la treintena, o incluso mayores, tienen que buscar fuentes alternativas de ingresos. No sorprende que tantos decidan abandonar.
El hecho de que adores tu profesión artística no implica que no recibas una retribución justa.
La plataforma Equity’s Professionally Made, Professionally Paid campaign (Campaña «Equidad es trabajo profesional, salario profesional») recuerda a los empresarios que los actores no están practicando un hobby sino que lo que persiguen es desarrollar una carrera. Pero, además, el problema se extiende más allá de los actores. Profesionales asalariados trabajando en edificios muy frecuentemente dedican muchas más horas de las que reflejan sus contratos.
Aunque el Arts Council England[2] acierta al exigir que aquellos que estén buscando financiación para sus proyectos realicen presupuestos que detallen cuál será la retribución de todos y cada uno de los participantes en el proyecto, pero lo que no tiene en cuenta es que el propio procedimiento para solicitar la ayuda implica ya un cierto nivel de trabajo gratuito pues se requiere que primero se haga la solicitud y luego se administren los costes efectivos del proyecto. Si se tuvieran en cuenta los costes reales, el presupuesto podría fácilmente ser tres o cuatro veces mayor. Pero también es cierto que si se hiciese así habría mucho menos dinero disponible lo que provocaría un descenso significativo del número de producciones que llegarían a ser montadas.
Cada vez con más frecuencia escucho a programadores y espacios (cuyo caché es hoy en día más bajo que lo que era hace veinte años) que apuntan a que reducir el número de montajes podría ser una posible solución en tiempos de alza de los costes y menos ayudas.
Esto, en principio, parece una buena idea pero tiene un inconveniente, tal y como apuntó otro participante en el foro Devoted and Disgruntled que contó como su decisión de no trabajar de manera gratuita había afectado a su capacidad creadora ya que debido a esta decisión su actividad artística se redujo drásticamente. Por lo que, si se producen menos montajes y los cachés son más altos pero hay menos proyectos, ¿en qué situación quedan aquellos que están en los comienzos de su carrera, aquellos que todavía se están agarrando con uñas y dientes para no caerse del último vagón?
Muchos profesionales, en un cierto punto de sus carreras, pueden considerar que trabajar sin recibir una contraprestación económica es un sacrificio que vale la pena asumir, siempre que se lo puedan permitir, ya que, a la larga, de este esfuerzo podría surgir alguna oportunidad profesional interesante. Pero hay que tener en cuenta que si alguien recibe trabajo gratuito cuando puede pagarlo, cae en el ejercicio de la explotación. Lo mismo ocurre cuando el trabajo gratuito de uno impide que se contrate a alguien para hacerlo.
Proyectos artísticos de vanguardia como el Forest fringe[3] y Buzzcut[4] ofrecen un modelo diferente. Aquí ni los artistas ni nadie recibe dinero. Todos los integrantes de la producción reciben apoyo y atención y estos colectivos están generando mucho interés por parte de promotores y productores. Forest fringe y Buzzcut funcionan con un modelo económico de trueque (sin dinero). Es un sistema que podría funcionar en cualquier parte, sobre todo, si –como el director artístico Phelim McDermott sugirió durante el encuentro de Devoted and Disgruntled– se encontrase un medio para reconocer o depositar las contraprestaciones en especie. Lo que alguien llamó de una forma bastante teatral «Tarjeta de Néctar».
Lo que algunos artistas están haciendo es una especie de mecenazgo cruzado consistente en trabajar por un salario muy bajo (o completamente gratis) en el Reino Unido, pero exigiendo un salario digno por realizar exactamente los mismos proyectos en el extranjero. Es innegable el absurdo que representa que compañías brillantes como 1927 (N.T. en Teatros del Canal en diciembre de 2015) que no puedan sobrevivir con el caché que consiguen en el Reino Unido y tengan que mirar al extranjero para conseguir realizar proyectos ambiciosos a gran escala.
Pero para muchos, el éxito de una compañía como 1927 –que estarán en el Festival de Edimburgo el próximo agosto con La flauta mágica y que harán una gira mundial con Golem– está a años luz de su propia situación en la que el único panorama futuro son años de trabajo gratuito o miserablemente pagado o incluso la explotación.
Un comentario sobre “Artículo en The Guardian sobre las condiciones laborales de los actores por Lyn Gardner”