Crónica de «Por los ojos de Raquel Meller» de Hugo Pérez de la Pica

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Por los ojos de Raquel Meller” Fantasía musical de Hugo Pérez.

Lo primero, la luz: Un sutil envolverse en un aura del pasado que inunda la hermosa puesta en escena. Un claroscuro como un preciso destello que apela a nuestra mirada que mansa se dirige hacia el centro de emoción.

Después, de inmediato, se repara en el color (que no deja de ser más que luz aprehendida por nuestros ojos): El derrumbe de una ladera de flores vertidas sobre el escenario a los pies de la genial artista. Los incontables vestidos, como enormes corolas, junto al exceso de los maquillajes y la miríada de ornamentos componen un óleo expresionista atiborrado de tonalidades donde se ha plasmado el encanto perdido de teatros de antaño.

La mirada sensible: Manteletas, botonaduras, borlas, flecos, madroños, cintas de seda y mantillas, canciones de modistillas, encajes y bordaduras.

Un túnel del tiempo, un catalejo, bien cargado de futuro, apuntando hacia el pasado; una mirada curiosa impregnada de nostalgia que desvela una hermosura ya retirada a su escondrijo, como el ave delicada que espantada se refugia en la espesura del bosque.

No es esta una belleza sugerida, sino más bien un sentirse arrollado por un tren colmado de delicias, un inundarse en perfume de cestos de violeteras. Una propuesta de un preciosismo artesanal, que ya nos es desconocido y ajeno, que sólo podría haber sido recuperado por un artista dotado de una imaginación inabarcable. Hugo Pérez se ha sumergido en manantiales recoletos, en fuentes olvidadas y nos ha servido un agua de verde musgo y fría piedra que de verdad refresca el paladar abotargado por tanto trago clorado.

Además, la mirada inteligente, la mirada del humor. Y hay mucho humor en esta obra, y muy bien transportado por, entre otros, Rocío OsunaChelo OlivaresCarmen Rodríguez de la Pica y un icónico Iván Oriola que estoico y, siempre digno, se entrega dócil al yugo, a veces disparatado, del exigente dramaturgo-director, para mayor lucimiento del espectáculo.

La carcajada frecuente se convierte en explosión de interminable onda expansiva en momentos como la difícil, pero logradísima, escena de la película, que evoca fidedignamente el peculiar traqueteo-parpadeo del cinematógrafo de principios del siglo XX. La escena divertidísima del pasodoble “Valencia”, la delirante lectura de la elogiosa carta que Sarah Bernhardt dedica a Raquel Meller y el glorioso número de las lagarteranas.

La emoción, Quizá uno de los grandes aciertos de la propuesta es que no se trata de una biografía historicista de la Meller, que, por muy necesaria que ésta sea, hubiera limitado el interés a un público nostálgico de su arte. Muy al contrario “Por los ojos de Raquel Meller” es un recorrido por el imaginario escénico de este país en el que se tratan universales recurrentes como el éxito, el olvido, el amor y el desamor, el fracaso, la frustración, la envidia, etc. Conceptos que son entendidos por públicos sensibles de cualquier edad e inclinación artística. La carga emocional está también muy b ien repartida entre los personajes, aunque hay que destacar a la Raquel Meller del ocaso interpretada magistralmente por Irina Kouberskaya quien también es la responsable de un emotivo homenaje a Charlot.

Y la música: La música es el hilván que da coherencia y sentido a los diferentes paños que componen este rico espectáculo. Mikhail Studyonov, encargado de la dirección musical, ha sido el complemento perfecto a la fecunda creatividad visual de Hugo Pérez. En esta función al piano estuvo, siempre vibrante, Tatiana Studyanova. En cuanto a las golondrinas precursoras hay que ponderar el heroico trabajo de Maribel Per que deslumbra con un estudiado registro lleno de matices pretéritos, un timbre vintage acertadísimo, la afinación siempre correcta e inexistentes signos de agotamiento vocal a pesar del notable esfuerzo al que se ve sometida la protagonista. Per se alza como uno de los pilares en los que se sostiene el éxito prolongadísimo de este montaje que ya lleva siete años en cartel.

También hay que destacar la gracia picarona de la atractiva Badia Albayatiposeedora de una belleza vocal que corona todos sus demás virtudes interpretativas.

El gigante: Hugo Pérez tiene la capacidad, la inspiración, la sensibilidad, la inteligencia y el ojo abierto para captar y desvelar la belleza escondida; la humildad para mirar hacia atrás buscando la genialidad de los que nos precedieron; el ánimo para abordar empresas ambiciosas y la inusual valentía para ir contracorriente. Bajo la pátina arcaizante y folclórica de su propuesta hay una gran modernidad y una necesaria reivindicación de lenguajes incomprensiblemente olvidados. Por haber sido capaz de encontrar su estilo, por su arte no contaminado, por su generosa aportación a la cultura, por todo ello, Hugo Pérez es imprescindible y los que hemos tenido la suerte de descubrir su trabajo no somos otra cosa que bienaventurados.

En septiembre 2013 este espectáculo podrá verse, en gran formato en el Teatro REINA VICTORIA de Madrid

Dirección musical: Mikhail Studyonov
Compañía: Tribueñe
Autoría: Hugo Pérez
Dirección: Hugo Pérez

Reparto:
Maribel Per: Raquel Meller
Irina Kouberskaya: Raquel Meller (mayor), Bella Niebla, Charlot
Rocío Osuna: Tina Meller, Jerónima Salomé de Cabestreros…
Badia Albayati: Mariquita, Stra. Zumaya, Vicetiple…
Carmen Rodríguez de la Pica: Isabel López, madre de la artista, Eugenia de Montijo
Chelo Vivares: Sra. Roser, Jacarandina, Sarah Bernhardt…
Iván Oriola: Enrique Gómez Carrillo, Álvaro Retana…
Interpretación musical: Tatiana Studyanova Pianista

Crónica de «Donde mira un ruiseñor cuando cruje una rama»

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Donde mira el ruiseñor cuando cruje una rama” es una morada llena de estancias que cada espectador tendrá que recorrer según sus medios, su inclinación y sus méritos. En este viaje cada uno elegirá su camino a través de ese rico palacio cargado de símbolos atrapados en sus muros de ámbar como pequeños animalitos congelados dentro de una inerte gema dorada. Pero, para empezar esta visita, hay que despojarse de prejuicios y abrirse a la belleza. Desnudarnos como lo hacemos en una cala apartada para ofrecer nuestra piel al sol, ajenos a toda otra emoción que no sea la amable brisa y el tozudo recitar de las olas. En efecto, hay que abrirse a la belleza que encierra esta casa cuajada de candados cuajados de perlas barrocas, de brocados y de hachones de refulgentes llamas litúrgicas.

Habiéndose resuelto y completada la purificación podemos empezar el viaje iniciático: podremos optar por emborracharnos de la sólida belleza de las imágenes, de la melódica cadencia de las voces, del profundo sentido simbólico del texto, del ritmo hermosamente disminuido de la acción dramática cuya velocidad contenida se equipara con esa ilusión de vuelo suspendido que experimentamos en los sueños, vuelo cansado de libélula trasnochadora; podremos disfrutar del entrañable homenaje a la fe popular o de la rotunda calidad plástica de la iluminación, una absoluta protagonista en esta función llena de luceros; podremos perdernos en la acertadísima selección musical, o bien, podemos optar, si somos desmedidos en nuestro anhelo de belleza, por inundarnos de todo a la vez lanzándonos confiados al dulce yugo del disfrute místico.

Como la experiencia sólo puede ser personal, puedo hablar de las puertas que yo abrí, de los umbrales que traspasé:

Seguí la mirada compasiva de hielo amable de un arcángel y entré en una estancia atiborrada de azucenas, allí no cantaba el tímido ruiseñor pero vi un cielo extravagantemente lleno de palomas blancas, o tal vez blancas rosas lanzadas desde los balcones, que volaban sobre un trono que acunaba una Virgen Reina, donde la asamblea congregada exaltaba un misterio a medio camino entre la función teatral y el arrebato religioso.

Abriendo otra puerta me encontré con mi abuela octogenaria que, enredada ya en esa edad en la que los mayores vuelven a ser niños, rezaba de rodillas junto a su cama con infantil devoción, larga melena de cabello blanco extendida en sus hombros, pidiendo humilde retener la protección que se retira entre las rendijas de la vejez como el aire caldeado se escapa de la habitación por las viejas ventanas de un caserón destartalado del peso de demasiados inviernos. Volví a verla ya atrapada en la misteriosa no realidad del alzhéimer acunando un olvidado niño muerto, resucitado a su memoria por irónica gracia de la devastadora enfermedad que le hacía olvidar todo lo demás. El pequeño fantasma le decía con su propia voz “Madre, me voy con la Virgen” y entendí entonces el consuelo que suponía para la legión de mis transabuelas que perdíeron hijos, ¡tantas!, tener fe en que el infante muerto, arrancado de sus brazos, disfrutaría a la postre de otra madre más excelsa. Mentiras probablemente, pero de esas mentiras valiosas que nos ayudan a sobrevivir.

¡Qué tiene que ver la clerecía, la jerarquía o los dicasterios y los dogmas con el potente efecto consolador de la luminosa leyenda de una niña santa coronada por un huevo de avestruz!

Abrí una estancia de candado de manteca y vi a ángeles y arcángeles pintados en época colonial con sus excesos de telas, plumas y brocados de oro y platas, hebillas de marfil y carey que fascinaban a los mestizos y sobre los que esos pueblos construyeron una riquísima estética simbólica desde Antigua a Lima, desde Guadalupe a la hermana Habana. Y pensé en nuestro patrimonio común, tantas veces olvidado, en la tradición compartida de ángeles y diablos del uno y otro lado del atlántico. Uno de esos alados me dijo “El círculo no se acaba aquí” y me señaló una puerta en cuyo profundidad sin miedo me vertí.

Un teatro japonés, una obra , unas máscaras que se asemejaban tanto a las facciones estáticas de los personajes de “Donde mira el ruiseñor”. Una expresión cultural nacida también del pueblo, contemporánea con los autos sacramentales españoles, donde también los códigos y los gestos han sido fuertemente convencionalizados y el movimiento se ha amordazado en pos de la expresividad de la misma manera que se hizo aquí. Tan lejano y tan igual. Sublime belleza universal.

Vi en otra alcoba un quásar de cegadora belleza, el objeto más extraño del universo acunado en un pesebre, jugando con el espacio-tiempo, imprimiendo sus destellos de luz radiante en la abrumada tez de padres y ángeles a su alrededor congregados. El milagro de la redención la conclusión y el cierre de las profecías que una vez completadas se retiran a su Walhalla.

Por último, vagué por la habitación de los sonidos que llegaron atrapados en ampollas de sangre bendita de los mártires, las besé y sentí el sabor de aires de Zaragoza, de Centroeuropa, del corazón de Sevilla, de los villancicos populares de las tierras de España y también, por supuesto, del mundo del Este. Me supo a fiesta de pueblo, a drama rural y a esperanza, mucha esperanza.

Maravillosa y particularísima función, difícil de explicar incluso si se tuviera el don de la palabra. Interpretaciones sólidas, miradas de demoledora belleza, vestuario excesivo como conviene, iluminación inspiradísima y música a la altura del mundo de los santos. Dramaturgia y dirección de un iluminado del siglo XXI, Hugo Pérez Rodríguez de la Pica que nos invita a un ejercicio estético de alto nivel.