Hijo de un amante de las artes y una bailarina de buyô, fotógrafo mundialmente conocido, Hiroshi Sugimoto se desvía hacia la escena tradicional, hacia las marionetas del bunraku.
HIROSHI SUGIMOTO: Primero monté dos nô. Después de lo que no pude sino ir hacia el bunraku, si bien nuestra tradición teatral incluye un tercer género: el kabuki. Pero me interesa menos: demasiado kitsch. Y demasiado caro. También es cierto que fotografié las figuras de cera de Madame Tussauds. En esta ocasión se trataba de trabajar con los muñecos del bunraku, con su sofisticada técnica, para conferir a estos objetos muertos una presencia real. Mostrarlos como cosas vivas. La fotografía siempre consistió para mí en resucitar aquello que está muerto y en este sentido, me destinaba al teatro. La lógica de la tradición quiere ser reescrita continuamente en el presente. ¿Fue esta la causa de que me interesara por Sonezaki Shinjû?* Esta pieza constituye un punto de partida al que era necesario volver porque la carga de realidad es muy alta, es una obra-reportaje. Trata el «suicidio de amor». La manera en que se aborda hace de ella una obra maestra. La muerte se convierte en algo bello. La obra resucitó la intención de lo que llamamos la Tierra Pura. Nuestra Tierra es impura, sólo en el otro mundo nos podremos liberar.
La protagonista es una miserable chica de vida alegra, obligada a la prostitución, sin posibilidad de vislumbrar el final de su calvario. Su única salvación descansa sobre su profunda fe en Kannon, divinidad que le ofrece la garantía de ser acogida, después de la muerte, en la Tierra Pura. Ella toma la iniciativa, conduce la acción. Mientras que su amante se deja llevar sin creer tanto como ella. En un contexto cristiano el suicidio se considera una ofensa a Dios. En Japón, destruir la propia vida con objeto de ser acogido por la divinidad, de entrar en un estado de Pureza es perfectamente concebible. En un sentido estricto, diría que hay un contrasentido cuando se habla de «tragedia». Porque la pareja muere serena, anticipando la felicidad por venir. ¿Sería exagerado hablar de happy end? Ciertamente, la manera en que se despiden del mundo, de sus padres, tiene un lado patético. Además viven un amor contrariado: él está casado; ella pertenece a una categoría social despreciable con la que ni siquiera un tendero del comercio de aceite se casaría. Pero encontramos aquí una humanidad más fuerte, más profunda, que el término jô expresa bien. Una palabra de difícil traducción . Puede significar «amor», «ternura», «piedad». Es ese sentimiento, esa fuerza irreprimible que pide cumplirse, independientemente de los obstáculos. Empecé a partir del texto más cercano al representado en su creación en 1703, y no toqué una coma. No se sabe nada, o casi, de la manera en que se puso en escena. Tampoco hay rastro de la partitura musical. Hubo que imaginarlo todo. Para la música, no pudimos más que adoptar el ritmo tranquilo de las piezas de antaño, las representaciones ya no se desarrollan a lo largo de una jornada entera. Entonces pedí a Tsurusawa Seiji (N. del T.: compositor y director musical) que la concibiera como una obertura para un Jimmy Hendrix del shamisen. Por otro lado, una de las pocas cosas que sabemos de la época, es que los muñecos no eran, como hoy, manipulados por tres marionetistas, sino por uno. Quise agrandar los muñecos, darles más vida, razón por la que pedí a los artistas que se enmascararan, algo que no hacen normalmente. Su energía me pasmó. A veces era yo quien tenía que templar sus ardores reformistas. Estos tesoros vivos se revelaron, al final, más radicales que yo.