Crónica de «Penal de Ocaña» de Nao d’amores

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Foto: Javier Herrero

Los pasos vacilantes de unos pies menudos atravesando espantados la soledad de un pabellón apisonado de fría oscuridad invocan el recuerdo imposible de una guerra que solo conocemos a través de otro recuerdo, el que quedó estampado en el mirar desamparado de unos abuelos en cuyas frentes juveniles Marte había garabateado surcos de derrota y miedo. El eco de un horror lejano apenas intuido en el mohín resignado de los que, en la edad de las promesas, fueron atropellados por la descarrilada locomotora de la política española de principios del siglo XX.

Mª Josefa Canellada
Mª Josefa Canellada

Y en ese eco vacío de ciudad asolada una trémula sombra de mujer enorme se proyecta sobre el fondo de la sala: una pequeña mujer gigante henchida de vida arrebatada que, con obstinada determinación, desafía a la muerte con su arsenal de flores blancas, aromas de naranja y la tierna remembranza del amigo con el que aventó versos lusos.

La vida de María Josefa Canellada en tiempos de guerra tal vez no fue tan diferente a la vida de otras muchas jóvenes de su edad. Su brillante actividad académica –el hecho que podría resultar más excepcional teniendo en cuenta que se trata de una mujer de principios del siglo pasado-  quedó en suspenso y, apremiada por la urgencia del presente, profesó, con la generosa vocación de una mística, como enfermera en un hospital de sangre de Izquierda Republicana.

No veo que este texto pretenda ser una relación de los hechos sobresalientes de la protagonista, aun cuando buena parte de lo que relata rezuma excepcionalidad, pero ¿qué vida bajo el rigor de los obuses no está familiarizada con una épica doméstica? Tampoco intuyo que haya intencionalidad hagiográfica en esta dramaturgia, a pesar de que la directora, Ana Zamora, sea la nieta de María Josefa Canellada de quien parece haber heredado el arrojo artístico. No, por lo que doy gran valor a la dramaturgia es porque advierte, muy vehementemente, sobre la infamia de la guerra en la que, a pesar de las proclamas belicistas, nunca hay vencedores. Todos, al menos en algún aspecto (emocional, cultural o económico), resultan vencidos. Guerra es sinónimo de enorme derrota.

Eduardo García
Foto: Eduardo García

Y con todo lo que primero llama la atención de esta propuesta es la formidable belleza del texto, la pericia inusitada en el uso de nuestro idioma, el despliegue de palabras elegidas con acierto impecable para mayor lustre del mensaje que se comparte. Mensaje que es servido entreverado de realidad familiar y es, por eso, por lo que los estragos de la guerra quedan convenientemente subrayados. Esto último es muy necesario porque no podemos negar que hay algo perverso en el estatismo de los libros de historia que tratan de las guerras. Libros que transmiten una impresión parecida a la que nos produce observar a un feto humano metido en una ampolla de formol: se percibe una desgracia antigua pero, al mismo tiempo, es difícil sustraerse a cierto sentimiento de fascinación hacia el «monstruo». La realidad, por el contrario, no deja lugar a la duda, nada hay de fascinante en el triste negocio de la destrucción de los semejantes.


PENAL DE OCAÑA:

María Josefa Canellada, que según Cela ya era sabia en la veintena, llevó en un cuaderno diario un emotivo registro de sus vivencias durante el primer año de la Guerra Civil. En este texto salpicado de consideraciones muy juiciosas y de melancolía doméstica quedó testimonio de la trasformación que la maquinaria odiosa de la guerra produjo en su ser. Este diario, que fue publicado por primera vez –en forma de novela- en 1954, ahora se presenta como una conmovedora dramaturgia que supone la primera incursión de la emblemática compañía Nao d’amores, especializada hasta la fecha en teatro medieval y renacentista, en un texto contemporáneo.

En este diario quedó testimonio de la clarividencia de su protagonista para, a los veinte años, ser capaz de protestar con firmeza la raquítica verdad que se descubre cuando la maraña ideológica es despojada de la palabrería y del sentimiento de agravio. Alejada de las proclamas partidistas, de los odios aventados y de las revanchas prometidas, María Josefa Canellada aparece, sobre todo, como una militante del partido del género humano.

También resulta especialmente reconfortante rescatar, a través del relato de sus vivencias, la idea de aquella intelectualidad progresista que volvía la vista con admiración indisimulada a los logros culturales españoles en el pasado. Tal vez se sabían ellos mismos una consecuencia de los trabajos de los pintores, los músicos, los literatos o los santos-poetas que poblaron abundantes el solar hispano. Esta enseñanza es especialmente balsámica en un momento en que denostar nuestra cultura y nuestra historia -como un todo- es un entretenimiento favorito de los que creen abanderar la vanguardia ideológica.


EL MONTAJE:

Con respecto al montaje quisiera destacar el absoluto acierto de la dirección que, tal vez por respeto a su propia trayectoria como compañía, ha sabido asimilar algunas convenciones gestuales y físicas del teatro prebarroco a la construcción del personaje. Esto facilita cierto beneficioso alivio de una intensidad dramática que, con otros criterios de dirección, podría haber resultado abrumadora.

Se me antoja necesario destacar la bellísima iluminación, a cargo de Miguel A. Camacho y Pedro Yagüe, que siempre rema a favor del texto y que evoca con especial acierto desde las noches de vigilia de la entrañable enfermera a los momentos de conformidad o las explosiones de efímera alegría.

Por último, la música, que es la otra gran protagonista de este montaje, interpretada al piano por Isabel Zamora impregna la función de un profundo carácter melancólico no ajeno al secular fatalismo español.

En resumen, una dramaturgia de texto luminoso –para hablar de oscuridades–, que lejos de lo que se pudiera pensar reafirma la fe en el género humano, capaz de lo peor, pero también de lo más elevado. Una propuesta necesaria que cuenta con todos los elementos que se pueden exigir a un montaje para ser llevado a un gran teatro donde el público, de forma masiva, pueda disfrutar de todo este talento y reflexionar con las intensas vivencias de este ser humano tan especial.

Foto: Javier Herrero
Foto: Javier Herrero

Este es, sin duda, el teatro que envenena, el que hace aflorar la esperanza, el que nos conmueve y nos motiva, y el que nos apremia a intentar ser mejores.


FICHA:

Autora: MARÍA JOSEFA CANELLADA
Dramaturgia y Dirección: ANA ZAMORA
Interpretación: EVA RUFO
Interpretación Musical: ISABEL ZAMORA
Vestuario: DEBORAH MACÍAS
Escenografía: DAVID FARACO
Selección, arreglos y dirección musical: ALICIA LÁZARO
Músicas: FALLA, CHOPIN, SCHUBERT, PONCE, COUPERIN, LÁZARO
Iluminación: MIGUEL A. CAMACHO / PEDRO YAGÜE
Voz y Palabra: VICENTE FUENTES
Diseño y Realización del suelo: RICHARD CENIER
Producción: GERMÁN H. SOLÍS
Coordinación Técnica de la producción: FERNANDO HERRANZ
Ayudante Artístico y Foto de cartel: PILAR PEÑALOSA
Ayudante y Técnico de Iluminación: ANTONIO SERRANO
Realización de Vestuario: ÁNGELES MARÍN / DEBORAH MACÍAS
Realización de Escenografía: PURPLE- SERVICIOS CREATIVOS, DAVID FARACO, CLEDIN- ART,
LIBRIS ENCUADERNACIÓN
Fotografía: EDUARDO GARCÍA / PILAR PEÑALOSA


FUNCIONES:

– Del 20 de abril al 8 de mayo Madrid en la Sala José Luis Alonso del Teatro de la Abadía

Entradas: aquí

Dossier: aquí


 

 

Crónica de «El Lindo don Diego» de Agustín Moreto

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EL LINDO DON DIEGO de Agustín Moreto Compañía Nacional de Teatro Clásico

“Una vez no es suficiente”

Don Diego es básicamente un cretino cuya insufrible afectación y egolatría sacan de quicio a los personajes que le tienen que sufrir. Incapaz de la más mínima empatía con los que le rodean vive ensimismado y tan satisfecho por unos supuestos méritos, que sólo él es capaz de reconocer, que apenas le queda tiempo para entender la realidad que le rodea. Es cierto que es un inhábil social y un petimetre pero para verlo desde el patio de butacas el tipo resulta divertidísimo.

En el siglo XXI, sin duda, lo habríamos considerado un freak, Por definición un freak compensa su incapacidad de relacionarse, su falta de inteligencia emocional, con la afición a alguna actividad a la que se entrega con obsesiva intensidad, como los juegos de rol, la estética gótica o el gusto incontrolable la reparación radios viejas. Sí, los freaks, nos desconciertan pero también nos resultan irresistiblemente interesantes en sus manías y obsesiones. La obsesión de Don Lindo es Don Lindo. Probablemente rechazado por todos desde la niñez, Don Lindo se ha ido cerrando sobre sí mismo, con la testarudez de un bicho bola que se siente amenazado. Patológicamente ensimismado ha puesto toda su voluntad, y sólo Dios sabe hasta qué punto estos personajes son tozudos y esforzados en sus manías.

El grotesco Don Lindo no sólo se ve a sí mismo como el arquetipo de la elegancia, sino que, en su ilimitada soberbia, considera que los demás no son solo más feos sino también mucho más necios. Este fantoche ridículamente pagado de sí mismo es la versión barroca de Mr. Bean. Al igual que ocurría con el repelente personaje inglés el mundo de Don Lindo tan lleno de mezquindades resulta hilarante porque, contra todo pronóstico, siempre es capaz de superarse en su imbecilidad.

El Lindo Don Diego” que presenta la Compañía Nacional de Teatro Clásico es un montaje deliciosamente acertado. La versión de la obra, realizada por Joaquín Hinojosa, nos permite disfrutar de todo el potencial cómico del texto de Moreto una vez aliviado de la carga que puedan suponer aquellos pasajes reiterativos o de significado demasiado arcano para el espectador actual.

Además, la diligente dirección de Carles Alfaro, hace que el montaje funcione maravillosamente. Actores a los que uno no imaginaba haciendo teatro en verso están naturales, creíbles y hasta sobresalientes.  El Don Diego de Edu Soto es un regalo para el espectador. Prácticamente cada frase provoca una carcajada, cada gesto una sonrisa. Las miradas de incredulidad y estupor de Don Diego al observar lo que él considera el desatino de los otros son, de verdad, para guardar en la retina.

Si a eso le añadimos un buen ajuste para decir el verso y darle todo el sentido al texto, tenemos una fórmula de éxito.

El resto de elenco funciona con la misma eficacia, destacando el Mosquito de Carlos Chamarro, otro personaje muy redondo y el Don Juan de Javivi Gil Valle.

La escenografía muy sencilla pero muy evocadora nos permite centrarnos en el texto y la interpretación estando el montaje libre de artificios innecesarios.

Otro acierto ha sido el vestuario, anacrónico para todos los personajes excepto para Don Diego dándole un extra bonus de freakismo y excentricidad. Es un verdadero árbol de Navidad sobre el escenario que camina con la patética afectación de una estrella del balón vestida de gala.

Texto, dirección, interpretación, escenografía y vestuario, todo se conjura para acrecentar nuestro disfrute y, por eso, creo que no será suficiente con ver al Lindo una sola vez.

 

Versión: Joaquín Hinojosa.

Dirección: Carles Alfaro

Reparto:

Don Diego: Edu Soto

Don Tello: Javivi Gil Valle

Don Juan: Raúl Prieto

Don Mendo: Cristóbal Suárez

Doña Inés: Rebeca Valls

Doña Leonor: Natalia Hernández

Mosquito: Carlos Chamarro

Beatriz: Vicenta Ndongo

Criado: Óscar de la Fuente

Equipo:
Asesor de verso: Vicente Fuentes

Composición y dirección musical: Pablo Salinas

Iluminación: Pedro Yagüe

Vestuario: María Araujo

Escenografía: Paco Azorín