Haz clic en el banner para ir al artículo original en inglés.Artículo de Derek Bond publicado en The Guardian traducido por Miguel Pérez ValienteLa mayoría de los directores de teatro autónomos no tienen dedicación exclusiva pero nadie habla de eso. Derek Bond ensayando. Fotografía: Harry Livingstone
Existe un extraño acuerdo tácito entre los directores de teatro: No se habla de su otro trabajo.
Todos los actores saben que conservar un trabajo estable no es fácil cuando es más que probable necesitar desaparecer tres o cuatro semanas para ensayar un espectáculo. Me echaron de un trabajo cuando pedí por segunda vez tres semanas libres en un periodo de seis meses. (Bueno, a decir verdad, también se dieron cuenta de que mi corazón no estaba en el mundo de las ventas de software para la administración de fincas, pero creo que se entiende lo que quiero decir). En el Honest Actor’s Podcast [el podcast del actor honesto], Jonathan Harden entrevista a actores de éxito que confiesan lo precarias que son sus carreras. Los directores simplemente no hablan de esto.
Tal vez aquellos directores tan afortunados como para no necesitar un segundo trabajo han favorecido la creación de un entorno en el que no se habla de este tema. Puede ser que temamos que si le confesamos a otro director que necesitamos tener otro trabajo para poder sobrevivir, éste pensará que no hemos tenido suficiente éxito. Y los celos profesionales imponen no decir nada que pudiera hacer pensar a otro director que tú no eres lo suficientemente exitoso. Siempre hay que dar la impresión de que uno pasa por el aire, como si no hubiera necesidad de ningún medio de subsistencia.
En una ocasión tuve una charla ilícita con una directora amiga. Me comentó que en una ocasión su pareja (también director –a veces las cosas son así–) había tenido que hacer un gran esfuerzo para poder ir a su trabajo diurno. Y refiriéndose a mí dijo: «Me apuesto a que él no necesita un segundo trabajo».
Me sorprendió escucharlo porque por aquel entonces yo estaba trabajando en un call center. El horario era flexible y el sueldo aceptable y hasta que aprendí por mi cuenta diseño web no pude dejarlo. Por supuesto, yo seguía refiriéndome a mí mismo como «director». He estado dirigiendo desde 2004 y en todo ese tiempo el periodo más largo en el que pude permitirme no tener un segundo trabajo fueron nueve meses y eso fue porque conseguí un empleo de asistente en un show de larga duración. Y, aunque siempre tuiteo cada vez que estoy montando una obra, nunca comparto nada en redes sobre mi trabajo diurno. Por eso el marido de mi amiga pensó que yo no tenía otro trabajo.
Entonces, ¿que se le puede pedir a un trabajo de día? ¿Que puedas usar las habilidades y la experiencia que has adquirido en tu trabajo artístico? ¿Flexibilidad? ¿Simplemente un jefe comprensivo? A los 22 años es relativamente fácil conseguir un puesto en un McDonald para poder pagar el alquiler. Pasada la treintena es difícil explicar esos huecos en tu currículo durante una entrevista con el jefe de ventas, sin que dé la impresión de que eres incapaz de retener un puesto de trabajo por más de seis meses. Es comprensible que no comentes nada sobre tu trabajo teatral ya que, dejarán de sentirse interesados en tu candidatura, cuando averigüen que dejarás el puesto en cuanto te salga una oportunidad artística.
Además de las cuatro o cinco semanas de ensayos a tiempo completo, de las funciones previas, los directores tendrán que hacer semanas de castings, planificación, investigación y reuniones con diseñadores y con el personal del teatro. La mayoría de las veces no se remunera este tiempo preparatorio y es difícil poder conciliarlo con el trabajo diurno. Y, como autónomo, olvídate de vacaciones o bajas retribuidas por enfermedad.
Tengo un hijo que se empeña en que la ropa se le quede pequeña, así que tengo claro que tendré que encontrar otro trabajo entre los montajes que voy a dirigir. Y no estoy solo. Un director de éxito muy respetado me dijo que la mayoría de sus ingresos vienen de fuentes ajenas a su trabajo teatral. Aparte de los trabajos como director asociado o director artístico, que son más seguros, la mayoría de los directores autónomos trabaja a tiempo parcial, pero simplemente no lo mencionan y todos nos sentimos un poco mentirosos cuando nos pregunta que qué hacemos y decimos: «Soy director teatral» a pesar de que no hayas pisado una sala de ensayo en los últimos seis meses y, en realidad, pagas tus facturas gracias a tu curro como teleoperador o diseñador web.
Las cosas están empezando a cambiar, al menos en algunos teatros que ahora incluyen suplementos por el tiempo de preparación y son más flexibles sobre los ensayos. Los directores son conscientes de que no hay suficiente trabajo en el sector y que los teatros no descansan sobre pilas de billetes (más bien lo contrario).
Pero mientras que las estipendios no se incrementen, los directores tendrán que seguir haciendo equilibrios entre sus trabajos diurnos y sus carreras teatrales. Y cuando los directores comiencen a plantearse si realmente les interesa coger esa dirección a cuesta de poder perder el trabajo con el que pagan el alquiler, entonces será cuando la dirección se convertirá en un trabajo que solo podrán asumir aquellos que puedan costeárselo.
Derek Bond está dirigiendo Stig en el Dump at Grosvenor Park Open Air Theatre, Chester.
Artículo publicado en The Guardian. Traducción Miguel Pérez Valiente. Haz clic en el banner para ir al artículo original en inglés
Al teatro se le da bien denunciar las injusticias… excepto las propias
Muchos espectáculos a lo largo y ancho del Reino Unido son posibles gracias a incontables horas de trabajo no remuneradas, contratos de corta duración y tarifas cada vez más bajas. En un contexto de recortes, los artistas tienen miedo a abrir la caja de los truenos.
La explotación en el sector teatral cada vez más bajo el foco. Fotografía: Alamy Stock Photo
La Office for National Statistics [NT. El Instituto Nacional de Estadística Británico] ha informado de que la economía no remunerada está creciendo más rápidamente que la economía remunerada. Seguramente este dato no sorprenderá a las personas encargadas del trabajo doméstico o del cuidado de personas dependientes. Ni tampoco a las personas que estén intentado forjarse una carrera como periodista artístico o, desde luego, a cualquiera trabajando en el teatro. Los egresados en artes escénicas se enfrentan a toda una vida de sueldos bajos. Incluso para aquellos tan afortunados como para encontrar un trabajo remunerado en un teatro, es habitual tener que trabajar muchas más horas de las que cubre su contrato.
En un artículo firmado por Flyman recientemente publicado en The Stage en el que enumeraba los veinte profesionales mejor pagados de las veinte compañías más generosamente financiadas se destacaba el hecho de que los salarios pueden parecer suficientes a aquellos miembros del sector que no sean directores artísticos o gerentes, pero cuando estas cantidades se comparan con los sueldos que perciben los directores generales en el sector privado, da la impresión de que un sueldo de 185.000 libras esterlinas para alguien con la responsabilidad de dirigir el National Theatre no es precisamente un despilfarro.
Pero el teatro subvencionado no es una bicoca, y mientras que algunas de las cifras del artículo de The Stage fueron reveladoras en muchos sentidos (sobre todo en la comparativa entre los sueldos de las mujeres en puestos de alta responsabilidad en el sector artístico con los que reciben sus homólogos masculinos), no son necesariamente un reflejo fiel de la situación. Es necesario examinar también ciertos costes de personal o los contratos basura para los subalternos habitualmente retribuidos muy por debajo de las tarifas que se aplican a los artistas.
La mayoría de los artistas no están fijos en la plantilla sino que funcionan con contratos concretos para cada trabajo y, de la misma manera que la economía retribuida se sustenta gracias a aquellos que realizan el trabajo doméstico no remunerado (generalmente mujeres), los montajes que se presentan en teatros –financiados– se apoyan en buena medida en el trabajo de aquellos que han aceptado voluntariamente autoexplotarse.
Si se contabilizase el tiempo administrativo que lleva tramitar un formulario para solicitar una subvención, se podría deducir que el coste de tramitación es superior al dinero que se va a percibir, por lo que la gente no se molestaría en solicitar la ayuda. Y luego están esas giras para conseguir fondos para pagar el coste de los locales. Sí, los actores cobrarán por esos bolos, pero estrictamente por el bolo. No se tendrá en cuenta todo el trabajo no remunerado que se hizo para levantar el montaje ni el necesario para conseguir el bolo. Sobre el papel todo parecerá perfecto, se habrán cumplido todas las garantías establecidas por los sindicatos y los financiadores. Pero la realidad es muy diferente.
Por supuesto, se puede argüir que el sector teatral no recibe suficientes subvenciones y que los trabajadores del sector de las artes escénicas son propensos a la autoexplotación. En otros sectores se suele socavar la ética laboral cuando, en tiempos de austeridad, se sigue recompensando al personal fijo mientras se explota a los autónomos y los trabajadores con contratos temporales. Las organizaciones del National Portafolio[i] deben esmerarse para que no se ofrezcan contratos basura ni a las compañías ni a aquellos a los que firman contratos de obra.
No se trata de enfrentar a los trabajadores fijos con los autónomos, ni tampoco a los trabajadores de diferentes categorías dentro del teatro. Es posible que los administrativos, escenógrafos y profesionales del área técnica, si no están conformes con las condiciones del contrato que se les ofrece, puedan permitirse rechazar el trabajo porque en el mercado laboral hay demanda de este tipo de profesionales. Sin embargo, los artistas y compañías no tendrán esta salida, especialmente en un entorno teatral saturado de talento donde, además, debido a los recortes en la financiación, se impone el ahorro en costes en todos los campos posibles.
En uno de los últimos encuentros del grupo All Tomorrow’s Theatre la cantinela más repetida fue que los artistas sienten que tienen que mostrarse agradecidos y no quejarse de las condiciones laborales que se les ofrezcan por miedo a que no se les vuelva a llamar desde ese espacio. Este «agradecimiento protocolario» como lo describe Chris Goode. «Pasamos la vida intentando no ser muy exigentes y eso no ayuda a cambiar nada».
El pasado abril, Bunny Christie comentó lo difícil que resultaba ganarse la vida como escenógrafa y el devastador efecto que están teniendo los recortes en los diseños escenográficos en los teatros regionales. Aquella misma semana, Stage Directors UKinformó de que en muchos casos los directores invierten hasta siete semanas de trabajo no remunerado en cada uno de sus proyectos. Siempre que hay una reunión entre artistas independientes y compañías surge en la conversación el tema de las tarifas cada vez más bajas y los recortes en la financiación. Es una pena que la campaña I’ll Show You Mine que habían provocado cierta conversación pública entre los artistas esté perdiendo fuelle.
No va a ser fácil cambiar la situación, especialmente en un momento de recortes en el mundo de las artes. Pero no es correcto que en un género como el teatro que con frecuencia denuncia sobre las tablas las injusticias y desigualdades de la sociedad, los medios que se utilizan para realizar esa denuncia a su vez impliquen explotación en términos de tiempo y dinero y la exclusión inmediata de todos aquellos que no pueden permitirse trabajar por poco dinero o gratis.
[i] The National portfolio está formado por 663 organizaciones artísticas que gestionan 665 acuerdos de financiación.
Artículo por Lauren Mooney . Traducc. Miguel Pérez ValienteHarold Pinter en el Armchair Theatre, 1960. «Es esa sensación de que de por algún motivo no ha hecho los deberes, que ese club no es par a ti». Fotografía: FremantleMedia/Rex
Viernes 13 de mayo de 2016
La nueva directora artística del Globe Theatre, Emma Rice, parece que no está dispuesta a seguir el guión. No contenta con enfadar a muchos esta semana con su anuncio de llenar de rostros asiáticos y negros la nueva producción de un título de Shakespeare –«estoy segura de que ya había negros y asiáticos por aquí hace 400 años»–, Rice ha cabreado a la élite shakesperiana sugiriendo que algunas personas solo fingen que les gusta Shakespeare, para no parecer tontos. Resulta difícil pensar que a alguien le pueda sorprender esa opinión.
Sobre todo porque todos lo hacemos, ¿no? Si sois capaces de mostrarme a alguien que no se haya visto nunca en la tesitura de siendo acorralmmado en un bar por un experto pesado, verse en la necesidad de decir que le gustan cosas que en realidad no le gustan –bien para parecer más inteligente o bien para ahorrarse el sermón sobre por qué está equivocado–, yo os mostraré a alguien que probablemente no frecuenta mucho los bares.
Esa presión contagiosa que presupone que entendemos sobre cosas que en realidad no entendemos y que nos gustan cosas que en realidad odiamos es precisamente lo que hace que la gente no se aficione al teatro: esa sensación de que, de alguna manera, no has hecho los deberes. O que se trata de un club en el que no encajas. A mucha gente le cabrea sobremanera que Rice dirija un teatro shakespearano a pesar de tener la osadía de pensar que Shakespeare no es lo mejor que ha pasado desde que los doctores dejaron de tratar las enfermedades venéreas con sanguijuelas (como si es que no estuviera buscando enfurecer precisamente a ese tipo de gente).
Rice busca esta controversia deliberadamente para subrayar una idea: que la falta de conocimiento previo o cierto prejuicio en el público no tiene por qué ser una barrera que impida disfrutar del montaje. Lo que resulta una estupenda regla general para todo tipo de teatro pues, esto que ocurre con el teatro de Shakespeare, es solo la punta del iceberg. Me apostaría a que en este mismo momento hay gente por todo el país está fingiendo comprender:
Emma Rice presenta su primera temporada el frente del Globe de Shakespeare.
Tom Stoppard: ¿Eres lo suficientemente inteligente?
¿Sabes cuál es el primer resultado que te devuelve Google si buscas “Tom Stoppard”? Se trata de un artículo titulado «¿Eres lo suficientemente inteligente para ver una obra de Tom Stoppard?», como si cada acomodador controlando el acceso a la sala tuviera que poner un pequeño examen de ingreso o comparase tu nota media de bachillerato con un regla impresa en el marco de la puerta como si fuera uno de esos carteles que avisan de la «altura mínima para poder montarse en la atracción».
En una cita que aparece en ese artículo, Stoppard se queja de que en el pasado la gente solía saber quién era Goneril pero ahora ya no. Vinculando la inteligencia con haber leído El rey Lear. Como si la relación entre esas dos cosas no fuese completamente espuria. (A Tom Stoppard le habría gustado ya que se trata de una broma matemática y por lo tanto se supone que es muy inteligente).
En una de las estrategias de mercadotecnia más astutas que he visto en mi vida, Stoppard ha pontificado tanto sobre el creciente embrutecimiento del público que ha conseguido convencer a la gente de que a cualquiera que no le guste su obra es porque no tiene suficiente nivel.
Así que ahora la gente se conforma con expresar su gusto por él con más alharaca que la persona que tengan al lado, solo para demostrar que son inteligentes. Incluso aunque una vez vi que tenía problemas para usar correctamente una puerta automática, me gustan las obras de Tom Stoppard, pero creo que es bueno recordar, como en el caso que me ocurrió en el colegio siendo niña que tuve la barbilla rozada durante seis semanas porque un niño que me gustaba me pidió que rodase y rodase por el suelo de su mano (verídico), que no todas las personas que quieren probarnos merecen que aceptemos entrar al trapo.
Harold Pinter: ¿No te lo estarás tomando muy en serio?
Todo el humor típico de Joe Orton pero con silencios más largos y significativos. La reciente producción de Regreso al hogar que ha hecho Jamie Lloyd ha sido un gran recordatorio de que Harold Pinter de hecho incluye muchas bromas en sus obras. Si habéis visto una obra de Pinter y os ha resultado aburrida y lenta, perfecto, a mucha gente le pasa lo mismo, aunque también podría ser que la persona que ha dirigido ese montaje que no os ha gustado podría haberse tomado a Pinter demasiado en serio.
La guía de bolsillo para parecer un experto en Pinter sin tomarse la molestia de ver sus obras incluiría: gusto por los triángulos amorosos, conocer bien el este de Londres, haber tenido aventuras; hacer pausas largas, decir que a Pinter le gustan las pausas, asentir astutamente y esperar a que los interlocutores asientan a su vez. Eso es puro Pinter.
George Bernard Shaw: No es el de A Handbaaag
Durante años he dado a entender a mucha gente que he leído con frecuencia a Bernard Shaw: «Ah», he exclamado con picardía, mientras sostenía una copa con alguna bebida «Bernard Shaw». Lo cierto es que nunca he leído ninguna de sus obras. Eso sí, vi el musical My Fair Lady en VHS una vez y media. También me da vergüenza admitir que en una ocasión, siendo adolescente, dije A handbaaag durante una conversación sobre Bernard Shaw y amablemente o desconsideradamente, depende del punto de vista de cada uno, nadie me corrigió y me dijo que A Handbag es una frase de una obra de Oscar Wilde. (A veces me pregunto lo enfadado que se pondría un hombre tan ingenioso como Oscar Wilde si supiera que «A handbag» es una de sus frases más citadas).
Chéjov: hace que te quieras cargar a los ricos
A algunas de mis personas favoritas en el mundo les gusta tanto Chéjov que cuando hablan de él se les llenan los ojos de lágrimas. Yo solo he visto una de sus obras y me provocó ganas de cargarme a un rico.
En última instancia la producción puede determinar el éxito o el fracaso de incluso el mejor y más perdurable texto. Es por esto por lo que a la gente le gusta el trabajo de Rice ya que la gente que tiene pasión por hacer teatro divertido, inolvidable e inclusivo es imprescindible. Después de todo, si no haces el esfuerzo de enganchar a la gente, de convocarlos en sus propios términos, ¿qué sentido tiene nuestro trabajo? Después de todo ya no competimos con la tele. Ahora competimos con Netflix.
Lauren Mooney es una escritora, productora y gestora cultural. Trabaja para la Clean Break Theatre Company y es la escritora-productora Kandinsky Theatre
Los críticos no siempre llegan los primeros. Para cuando The Book of Mormon llegó al West End en 2013 los productores americanos ya se habían encargado de realizar ataques preventivos promocionales, seguidos de una avalancha de respaldos al montaje británico –solicitados a través de Twitter por la propia producción– que después fueron usados como anuncios a página completa. Todo esto ocurrió mucho antes de que los críticos británicos pasaran cerca del teatro. Por lo que se podría considerar que las reseñas de los críticos, cuando finalmente llegaron, resultaron algo superfluas o al menos bastante amortiguadas.
Pero, como siempre he sostenido, nosotros somos solo parte de la conversación, no somos ni el principio ni el final del debate. Será interesante ver qué tácticas tomarán los productores de Hamilton cuando llegue aquí en la próxima temporada: este espectáculo es la mejor novedad de la década en Broadway, en estos momentos no se puede conseguir una entrada en taquilla hasta 2017 aunque, sin embargo, puedes comprar una entrada de reventa para el próximo sábado, si estás dispuesto a pagar una salvajada –realmente una salvajada–. En la web de reventa de Ticketmaster, he encontrado dos entradas por 3.920,80 dólares).
Puede que algunos críticos de Londres, si han tenido mucha suerte, la hayan visto ya en Nueva York (aunque tratar con los distribuidores de ese montaje es como darse de cabezazos contra la pared; justo el otro día, David Smith –el estupendo corresponsal en Norteamérica de The Guardian y el Observer, con base en Washington DC–, escribió en el Observer una crónica a doble página sobre este espectáculo, comparando las contradictorias versiones de Norteamérica que ofrecen, por un lado, el musical Hamilton y, por el otro, el progresivo ascenso de Donald Trump y, ni así consiguió entradas (aunque estuvo cerca porquee hizo la cobertura de la presentación del espectáculo en la Casa Blanca). Pero, tanto si los críticos londinenses han visto el espectáculo como si no, lo que es seguro es que les habrá llegado el revuelo mediático que rodea al montaje y, sin duda, va a ser un reto para la producción, estar a la altura de esas expectativas.
Por supuesto, también el público ve las obras a través del filtro de lo que le ha llegado, tanto para bien como para mal. Y esta semana ha sido fascinante comprobarlo con Cleansed, la controvertida reposición de la obra de Sarah Kane, que ha causado tanta división entre mis colegas desde que empezó el mes pasado con críticas que iban desde una estrella (Quentin Letts y Ann Treneman) a cinco (Ian Shuttleworth). En cierto modo, conocer de antemano la dureza de la obra –Letts catalogó minuto a minuto los horrores de la obra– desinfló el impacto que me produjo a mí.
De hecho, vi más gente saliéndose de la sala en el cabaret de Jane HorrocksIf You Kiss Me, Kiss Me en el Young Vic de los que vi en el National, en donde solo alcancé a ver tres deserciones. También fue interesante ver en la sala a Dominic Maxwell, el crítico compañero de Trenemanen el The Times. Obviamente no había hecho caso a las advertencias de no ir lanzadas por su colega.
Y ese es el meollo de la cuestión: a veces una reseña de una sola estrella puede ser, al mismo tiempo, una mala crítica pero también algo que intriga y provoca curiosidad. Yo suelo recibir muchas más reacciones cuando doy una estrella que cuando doy cinco. Cuando en una ocasión retuiteé una reseña de una estrella de un compañero crítico, uno de los actores del montaje me escribió enfadado quejándose: «Ya has tuiteado por cuarta vez tu opinión sobre lo mala que crees que es la obra. Es inaceptable, completamente grosero y desconsiderado con el elenco y el equipo creativo». Muchos de sus fans salieron en su defensa.
Entiendo que a un actor no le agrade que le recuerden que está trabajando en un bodrio –al fin y al cabo, cada noche tiene que seguir saliendo a actuar– pero los actores se apresuran a retuitear las reseñas favorables, así que, ¿por qué intentar vetar todos los comentarios negativos?
Y un amigo que vio la misma obra después de haber leído mi crítica me escribió diciéndome: «Las expectativas eran muy bajas pero al final pasamos muy buen rato, y creo que fue sobre todo por el magnífico elenco. A todos nos costó entender por qué las críticas habían sido tan malas. ¡Tal vez una función matinal de sábado con unos cuantos chicos guapos en escena es todo lo que se necesita para satisfacer a unos gays entrados en años!»
Publicado el 5 de agosto de 2015 por el periodista Andrew Haydon en su Blog Postcards from the Gods. Traducción Miguel Pérez Valiente
TEATRO Y PRIVATIZACIÓN
Parte 1
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La primera línea del Manifiesto Comunista evoca la imagen de un espectro que va a la caza de algo. Un espectro que deberíamos identificar pero que al que solemos hacer la vista gorda; un tema espinoso del que tenemos que hablar. Los espectros que acosan al teatro son la privatización, los privilegios y el egoísmo.
En mayo el Reino Unido eligió la primera mayoría parlamentaria Conservadora en 18 años.
Una noticia publicada recientemente en “The Stage[1]” comentaba:
«El presupuesto para cultura se enfrenta a drásticos recortes después de que el Department for Culture, Media and Sport haya recibido la instrucción de realizar una reducción presupuestaria de hasta el 40 %. El ministro de hacienda, George Osborne, anunció que, para conseguir el objetivo de 20.000 millones de libras de ahorro, todos los departamentos ministeriales que gestionen materias no especialmente protegidas –todo lo que no sea salud, educación, defensa y ayuda internacional– necesitarán realizar planificaciones para dos posibles escenarios: una reducción del 25 % o una del 40 %. El objetivo de ahorro presupuestario deberá alcanzarse en el periodo de los próximos 5 años».
«En un informe titulado Un país que no gasta más de lo que tiene, Hacienda dice que dará prioridad a aquellos gastos que aseguren el mejor retorno económico, al igual que a aquellos que promuevan la innovación, el crecimiento, la productividad y la competitividad. Además, se pedirá a dichos departamentos que estudien cómo pueden ser gestionados de manera más eficaz. Asimismo, deben considerar la opción de privatizar activos que ‘no tengan por qué ser mantenidos en el sector público’».
En realidad, no hay nada nuevo en este informe que ya no conozcamos, aunque se puede subrayar el requisito ideológico de «…privatizar activos que *no tengan por qué* ser mantenidos en el sector público’»
El Partido Conservador no cree en el principio de la financiación pública, ni cree que el Estado sea una expresión de la voluntad de la gente, ni tampoco en la propiedad pública, por el contrario tiene una gran fe en la privatización. Más que eso, se puede comprobar que es un partido que cree en financiar a los ricos; en crear lagunas jurídicas, exenciones y esquemas que permitan a los pudientes incrementar su bienestar y, sobre todo, tiene una grandísima fe en darle oportunidades y libertad a los más ricos.
Siempre que el Partido Conservador ha estado en el poder ha tomado recursos que eran propiedad compartida de todo el país –ferrocarriles, servicios, telecomunicaciones, correos– y los ha malvendido a gente y a empresas que podían comprarlos. Posteriormente ha utilizado el dinero conseguido con esas ventas para bajar los impuestos y en crear exenciones fiscales para los más ricos.
Durante los últimos cinco años con la coalición Conservadores-Democrataliberales la idea central de su política cultural ha sido la reducción de la ayuda pública potenciando que en su lugar se usase dinero privado. Ahora que los conservadores gobiernan en solitario y por lo tanto no tienen que rendir cuentas a nadie están extremando su programa ideológico.
Llegados a este punto debería decir algo tranquilizador e imparcial acerca del uso del dinero privado para sostener al sector público de la cultura. El problema es que, por más que pienso, no se me ocurre nada.
En el actual clima ideológico lo que es «injusto» es atacar a la gente porque tenga mucho dinero y lo que no es injusto es dirigir un negocio creando puestos de trabajo precarios, ofrecer contratos de cero horas y, allí donde sea posible, pagar el salario mínimo con el fin de «maximizar la rentabilidad». Eso sí, el gobierno, para ocultar esta caída hacia una especie de catástrofe victoriana, no duda en maquillar la situación pagando a la gente *prestaciones* laborales suficientes solo para sacarles del umbral de pobreza. Algo que también está intentando abolir.
Irónicamente, tenemos un gobierno que sí cree en ayudar al sector de la cultura con dinero público, pero lo hace gastando ese dinero en completar los salarios de los trabajadores más desfavorecidos, de esta forma las compañías que los emplean a salarios ínfimos pueden «seguir resultando rentables» –no para hacer algo tan estúpido como pagar bien a sus trabajadores–, sino para dar más rendimientos a los accionistas y para pagar a su/s directivo/s y ejecutivos todavía más dinero. Esos afortunados individuos que se encuentra en la cúspide de la cadena alimentaria tiene entonces «libertad» para «decidir» si quieren «donar» una pequeña fracción de su inmensa riqueza al teatro o a los teatros de su elección.
Por supuesto, hay excepciones a esto. A veces se da la situación de que alguien inventa algo que se convierte en un éxito en el sistema en el que todos vivimos y gracias a ello consigue ganar mucho dinero y en vez de gastarlo en grandes casas, coches caros, champán, yates, etc. decide generosamente dotar económicamente a algún teatro. Hay ocasiones incluso que esos individuos tienen un gusto excepcionalmente bueno. (Y si suena inquietante tener que depender del gusto de individuos particulares, pienso que podemos consolarnos pensando que ni siquiera el gusto del Estado –expresado a través de las decisiones del Arts Council– es infalible.
Por supuesto, sería preferible una redistribución equitativa y recursos adecuados para invertir en cultura, pero bajo un gobierno Tory, da más seguridad confiar en los filántropos que imaginar un gobierno que pudiera hacer un reparto ni siquiera remotamente justo. Dejemos que solo participe el buen gusto.
Pero el punto de genialidad de la ideología conservadora del libre-mercado consiste en que la forma más práctica de luchar contra sus decisiones es alcanzar tanto éxito dentro de esa ideología como sea posible para poder comprar el salvoconducto que te exonere de cumplir esas decisiones.
Es posible que los Tories que lean esto arguyan que es un razonamiento «típico de la izquierda», que simplemente estoy siendo dogmático e ideológico. De hecho subrayarán el argumento opuesto: que más y más de esas necesidades de financiación deben ser cubiertas con dinero privado y que la propiedad pública*está formada por «… activos que *no tengan por qué* ser mantenidos en el sector público».
A diferencia de lo que piensan otras personas del mundo de la cultura yo no creo que los Tories quieran deshacerse de todo el teatro en Gran Bretaña. Por supuesto, ese no es el caso. Está claro que no les apetece ver obras izquierdistas más que a mí me pueda apetecer ver obras de derechas, pero eso es otro tema. Lo que sí desean los Tories –y lo que la industria británica del teatro avanza sonámbula para darles– es un sector cultural que sirva como heraldo de las glorias de la política del mecenazgo empresarial, la privatización y la riqueza individual, existiendo completamente sin ayudas públicas.
De hecho, ahora mismo, el dinero privado y el que aportan las empresas ya es vital para que los teatros subvencionados con dinero público sigan funcionando. Es precisamente gracias a que siguen siendo subvencionados con dinero público lo que determina que su gestión debe tener, al menos, un determinado nivel de transparencia y la sociedad perciba que tienen la obligación de llegar al mayor segmento social posible. Creo que, como ha ocurrido con la BBC, el Partido Conservador desea que todo el dinero público que se invierte en teatros sea gradualmente sustituido por dinero privado.
Simultáneamente, comprobamos el resurgimiento del teatro privado. Pienso, sobre todo, en lugares como elPark Theatre y elPrint Room Theatre, de los que me han dicho que existen sobre todo porque alguien con mucho dinero ha decidido comprarle un teatro a su hijo o a su esposa. Están en su derecho, por supuesto, y dentro de los parámetros del pensamiento del Partido Conservador es la situación ideal. Estando completamente fuera del sector público esos teatros no tienen que rendir cuentas de sus decisiones ni tienen por qué tener ningún nivel de transparencia. Quiere decir que, de hecho, vivimos en un país donde alguien puede pagar para convertirse en el director artístico de un teatro londinense. La generosidad de la comunidad teatral entonces ofrece a esos teatros enormes cantidades de trabajo malpagado o directamente gratuito. Los ricos se vuelven más ricos y aquellos menos favorecidos terminan siendo más pobres a fuerza de ayudar a los primeros. Y todo ello por mantener un sistema que nunca ha tenido ni el más remoto interés en siquiera intentar se justo.
Por supuesto, no son solo los casos de el Parky del Print Room. Todo el West End está en manos privadas. Y a pesar de ser teatro de iniciativa privada, muy frecuentemente son impulsados con los trabajos que han salido de teatros sostenidos con fondos públicos. Seamos claros, las inversiones públicas en cosas como War Horse, Les Miserables, Curious Incident y Matilda ahora sirven para que los propietarios privados de los teatros The New London, Queens, Gielgud y Cambridge hagan un buen beneficio. Por supuesto, parte de esta ganancia también llega al National Theatrey al Royal Shakespeare Theatre, pero qué tímido gobierno el que no ve el potencial que tendría nacionalizar el West End, es más, en vez de eso dirige sus esfuerzos a «…privatizar activos que *no tengan por qué* ser mantenidos en el sector público».
Pero ¿por qué esta animosidad contra la privatización? Porque es una trampa ideológica y un robo a gran escala. Los teatros públicos pueden y deben ser una expresión de orgullo ciudadano. Algo de lo que toda una ciudad pueda sentirse orgullosa. Pero cuando los teatros son privatizados o denominados con los nombres de los patrocinadores corporativos, se manda un mensaje muy diferente: «Este no es tu edificio. Hemos hecho esto para ti. Debes estarnos agradecido». O peor: “no nos importa si lo que hacemos aquí es para ti o no. De hecho nos va muy bien sin ti. ¿No puedes permitirte comprar una entrada? No es nuestro problema». La subvención privada es una decisión ideológica pero también lo es la rápida y extendida revocación de estas ayudas y cualquiera que te diga que eso no es una decisión ideológica sino práctica en el fondo está queriendo decir: «…activos que *no tengan por qué* ser mantenidos en el sector público».
El Partido Conversador quiere tomar lo que pertenece a la gente y venderlo a individuos privados en nombre de la «justicia». El Partido Conservador quiere vendernos la idea de que subvencionar la cultura es «injusto» y que, por el contrario, pagar la cultura mediante donaciones de los ricos que les supongan reducciones de impuestos es la mejor manera de hacer que todos se sientan incluidos.
Es necesario resistir de cualquier forma posible este ataque a la propiedad pública.
Si quieres una radiografía de cómo ven la situación del teatro en Gran Bretaña la gente de la derechona, puedes leer las crónicas de Quentin Letts en el Daily Mail o de Lloyd Evans en el Spectator. Mr. Evans incluso llega a enumerar las obras que le gustaría ver en cartel. La última, A History of Feminism (as told by a sexist pig)[Una historia del feminismo (contada por un cerdo sexista)] cortesía del Fringe de Edimburgo de este año.
Artículo escrito por la directora artística del Teatro Exchange de Manchester, Sarah Frankcom. Traducido por Miguel P. Valiente
Los teatros deben ver al público como un colaborador necesario
Como directora artística del Teatro Royal Exchange de Manchester, tengo la oportunidad de escuchar frecuentemente lo que los asistentes piensan de nuestros espectáculos. Me gustaría reflexionar en voz alta con el público y establecer un verdadero diálogo sobre qué es el teatro y sobre qué fines persigue el Royal Exchange.«Una noche en el teatro» Una vigilia en el teatro Exchange de Manchester
El hecho teatral no puede existir sin un público. El teatro cobra vida justo en el momento en que es experimentado por aquellos que no han participado en su creación. Aunque un montaje teatral, durante su planificación o durante los ensayos, parezca lleno de potencial y de ideas prometedoras puede perder toda su supuesta energía cuando el producto final se enfrenta a la audiencia. También puede ocurrir que, por el contrario, este contacto con el público le insufle vida haciendo que ocurra algo misterioso, especial y completamente inesperado.
Durante los años que he estado haciendo teatro o he sido una espectadora más, nunca he dejado de sentirme sorprendida, frustrada, desconcertada o conmovida por la respuesta del público. Nunca se puede conjeturar cómo reaccionará el público ante lo que ve. Frecuentemente esto se debe a que la audiencia no es otra cosa que la unión de un grupo de individuos, por eso encuentro sugerentes y provocadoras sus contradictorias opiniones.
Como directora y directora artística, tengo encuentros frecuentes con espectadores individuales que asisten al Royal Exchange: me decís qué os parece bien y qué no os convence; que si los baños necesitan más supervisión; que si las butacas son incómodas. Otras veces habéis expresado y compartido conmigo comentarios pausados que, sin embargo, han estallado dentro de mí. Comentarios que me han resultado reveladores sobre el trabajo que hago y sobre la visión que tengo sobre el proyecto para este teatro.
Recuerdo a aquel señor, que cuando la sala se iluminó tras una función de A View from the Bridge, se volvió hacia mí y me preguntó: «¿Cómo es posible que sepan cómo es ser yo?»; o la pareja que se salió a mitad de la representación de un nuevo texto teatral, diciéndome –bueno, gritándome– que lo que acababan de ver era «peor que la guerra»; o aquella mujer que describió de una forma tan precisa y elocuente lo que acababa de ver que nos dejó sin habla al dramaturgo y a mí. También aquel hombre con sus cuatro hijos que, mientras esperábamos a que comenzase la función, dijo: «Hemos gastado una cantidad escandalosa de dinero en las entradas y esto es lo único que vamos a hacer en familia en los próximos seis meses, así que espero que sea bueno». Afortunadamente después de la función me dijo con resignación: «Estas dos horas de mi vida que acaban de pasar son ya irrepetibles». Recuerdo también a esa mujer que mientras me daba un scotch egg durante el descanso me dijo que para ella el teatro era como «sentir con amplificador»; o ese grupo de jóvenes que visitaban el Exchange por primera vez que se pusieron de acuerdo con su monitor juvenil para decidir que, si no se lo pasaban bien con “Cómo gustéis”, se irían en el intermedio. Al finalizar la segunda parte se acercaron a mí para preguntarme si habría función al día siguiente, cuando les contesté afirmativamente uno de ellos me espetó: «Pero ¿no será lo mismo, verdad?, porque no estaremos nosotros».
«A night at the theatre» en el Royal Exchange de Manchester
Por muy entrañables que sean estos encuentros, no dejan de ser casuales y básicamente una colección de anécdotas. Estoy deseando poder establecer un diálogo más «adulto», un espacio de intercambio donde pueda llegar a comprender mejor qué es para vosotros el teatro y para qué sirve este edificio situado en el corazón de Manchester.
Colaborar es algo intrínseco al hecho teatral y creo que tenemos que comenzar a veros a vosotros, nuestro público, como colaboradores. Gente cuya reacción, interpretación y crítica sobre lo que hemos hecho es vital para el desarrollo de nuestro lenguaje artístico.
Tenemos que reflexionar con vosotros y crear un espacio en donde podáis ser escuchados y debemos ser desafiados por vosotros. Tenemos que conversar con vosotros acerca de lo que hacemos y por qué lo hacemos y encontrar nuevas formas de trabajar con vosotros. Tenemos que ser capaces de encontrar puntos de partida y catalizadores de nuestro trabajo con vosotros e incluso de vosotros.
Tenemos que crear una relación que refleje la magia que vosotros podéis conseguir que ocurra aquí. Vosotros sois una parte indispensable de nuestro trabajo. No estaríamos aquí sin vosotros.
¿Por dónde podemos empezar?
Esta es una versión editada de una provocadora idea que lanzó Sarah Frankcom durante el evento “A Night at the Theatre” que tuvo lugar en el Royal Excange el 22 de mayo cuando se invitó al público a pernoctar en el teatro para asistir a representaciones y coloquios.
Haz clic aquí para agregar a Michael Billington a TwitterLa grandeza de la distopía. Far Away de Caryl Churchill. Fotografía: Ivan Kyncl
La llegada de 1984 al teatro Almeida de Londres ha urgido a los críticos a desempolvar la palabra «distopía». Pero ¿qué significa exactamente? El término fue acuñado por John Stuart Mill en 1868 y hace referencia a una antiutopía: dicho de otra manera, se trata de una proyección de tendencias de hoy en día hacia un futuro catastrófico y apocalíptico.
Como idea, lleva mucho tiempo estando de moda en el mundo de la ficción: además de la mencionada 1984 de Orwell, están también Un mundo feliz de Huxley, El señor de las moscas de Golding o El cuento de la criada de Margaret Atwood. Pero las dramaturgias distópicas son mucho menos frecuentes, probablemente porque el subgénero tiene ecos de ciencia ficción y la fuerza del teatro descansa más en la fidelidad al aquí y el ahora que en visiones futuristas.
No obstante, excluyendo adaptaciones, me han venido a la cabeza cinco magníficas obras distópicas que presento de forma cronológicamente inversa.
La obra de cincuenta minutos de duración de Churchill halla verdaderamente su acomodo en la memoria. También ejemplifica los problemas del drama distópico. Con un comienzo escalofriante en un reconocible entorno rural, donde una joven interroga a su tía sobre ciertas escenas que ha presenciado por la noche: hombres que llegan en camiones y son apaleados por su tío para luego ser confinados en cobertizos.
Uno no puede evitar sentir escalofríos cuando la tía le dice a la niña: «Tú eres parte ahora de un gran movimiento comprometido en hacer que las cosas sean mejores». Churchil pergeña un mundo sumido en un caos cósmico. Pero, incluso aceptando que en la obra la transición, desde la brutalidad política al desorden natural, se hace de forma algo abrupta, el desafiante mensaje del texto perdura.
Ayckbourn, que se ha sentido siempre fascinado por la ciencia ficción y el desmoronamiento social, consiguió integrar estos dos aspectos en su escasamente representada y oscura comedia distópica. Por un lado la trama gira entorno a un hermético compositor que vive en un búnker automatizado donde es atendido por un androide femenino. Pero, al mismo tiempo, el texto versa sobre individuos aislados que intentan crear arte en una sociedad en la que las calles están patrulladas por turbas armadas. En mi opinión si este planteamiento funciona es porque el propio Ayckbourn es un adicto a la tecnología, pero, al mismo tiempo, también es suficientemente inteligente para percibir los peligros que entraña un mundo en donde, cada vez con más frecuencia, se prefiere la compañía de máquinas racionales al trato con los irracionales humanos.
3. Dramas de guerra «The War Plays» (1985) por Edward Bond
Tengo que admitir que el Bond que más me gusta es el de sus primeras obras maestras: La boda del Papa, Salvado, Bingo. Pero incluso en sus últimos años, Bond parece comenzar desde una posición de certeza dogmática. Conserva su habilidad para crear imágenes perdurables. En Dramas de guerra, la trilogía que rara vez se representa en Gran Bretaña pero que es reverenciada en Francia, Bond plantea un futuro posnuclear que genera momentos inolvidables. En la primera pieza de la trilogía Rojo, negro e ignorante«Red, Black and Ignorant» una figura fantasmagórica, que murió abrasada dentro del vientre materno, ataca a una civilización enloquecida por las bombas. En La gente de las latas de conserva «The Tin Can People» los supervivientes de una guerra redescubren el significado del asesinato. Una inquietante distopía demasiado importante para ser ignorada.
¿Es el texto de Beckett una distopía? No se me ocurre qué otra cosa podría ser. Un crítico ha hecho una distinción entre una distopía que sería «un lugar negativo pero construido» y «un lugar destruido en el que no hay, o hay muy poca, estructura formal». 1984 sería un ejemplo de lo primero, mientras que Los días felices estaría en el segundo grupo. Después de todo la imagen de la progresivamente sepultada Winnie y su desvalido marido, Willie, sugieren que se ha producido algún tipo de cataclismo.
Beckett es demasiado astuto para ser más preciso, pero en la escenificación que se hizo en 2007 en el National Theatre, en la que Fiona Shaw interpretó el papel de Winnie, se daba a entender que se trataba de un paisaje posnuclear y viendo en el The Young Vic a a Juliet Stevenson semienterrada bajo una avalancha de pizarra, da la impresión de que podría ser la víctima, entre otras cosas, de un profundo cambio climático.
Nunca he visto esta famosa obra del escritor checo Čapek, pero, sin duda, merece un lugar en cualquier lista de obras distópicas. En primer lugar introdujo el término «robot» en el lenguaje cotidiano (el acrónimo al que hace referencia el título es la abreviatura de Robots Universales Rossum), pero es, además, la decana de todas las obras de teatro, películas y novelas que plantean preocupación por el poder de la inteligencia artificial.
La trama discurre en «una isla remota en el futuro» donde los robots asesinan a todos los seres humanos menos uno para luego tratar, desesperadamente, de reproducirse, descubriendo en el proceso que tienen también el poder amare y procrear. ¿No sería estupendo, al menos por una vez, tener la oportunidad de echarle un vistazo a esta pionera obra distópica?
Artículo de Simon Callow publicado en The Guardian el 13 de marzo 2013 (modificado el 16 de marzo) Traducción: Miguel Pérez Valiente
Simon Callow: Stanislavski vivió torturado por sus propias dudas.
Aunque grandes estrellas, desde Brando a Day-Lewis, adoptaron su método, su propia compañía rechazó sus teorías y en Rusia se consideraba que su trabajo interpretativo era deficiente.
Sobre la construcción del personaje … Konstantin Stanislavski caracterizado como Don Juan en 1889. Fotografía: Imágenes del Getty.
Este año se conmemora el 150 aniversario del nacimiento del actor, director y teórico ruso,Konstantin Stanislavski. En el improbable caso de que alguien recuerde esta efeméride la celebración se hará sin grandes alharacas. Hubo un tiempo –todavía no se puede hablar de un «tiempo inmemorial», aunque ya dé la impresión de haber ocurrido en un pasado remoto–, cuando en los teatros se debatía apasionadamente sobre la naturaleza de la labor interpretativa; sobre qué era actuar y qué debería llegar a ser. Este encendido debate bullía tanto tras las bambalinas o en las academias de interpretación como en los polémicos artículos de la revista teatral Encore. Todo se remonta hacia la época de la fundación de la English Stage Company en el Royal Court theatre a mediados de los años 50 y se prolongó hasta los años 70 momento en que se abandonó cualquier tipo de discusión ideológica o estética ante la exigente inmediatez de la crisis económica.
Los dos polos que atrajeron a ambas corrientes antagónicas fueron, por un lado, Stanislavski y, por el otro, el dramaturgo y director Bertolt Brecht quien, entre los años 20 y 30, había elaborado una teoría de la interpretación que no sólo rivalizaba sino que, de hecho, se oponía a la corriente rusa. A grandes rasgos el enfoque de Brecht era político mientras que el de Stanislavski era psicológico; Brecht era épico, Stanislavski intimista, Brecht era narrativo, Stanislavski discursivo. Los actores de Brecht permitían que los personajes se mostrasen a través de ellos mientras que Stanislavski proponía que el actor se transformase en el personaje.
El público de Brecht seguía la acción dramática de una manera crítica, evaluando a los personajes. Por el contrario, el público de Stanislavski se emocionaba con los personajes con los que, incluso, llegaba a identificarse. Los montajes de Brecht estaban impregnados de un realismo selectivo mientras que Stalnislavski perseguía un naturalismo poético.
Ambos crearon compañías teatrales para poner en práctica sus teorías. Stanislavskicreó el Teatro del Arte de Moscú; Brecht, por su parte, fundó la Berliner Ensemble.
La Berliner Ensamble viajó hasta Londres en 1956, justo el año de la muerte de Brecht. Esta visita supuso una fuerte sacudida para el teatro inglés, hasta tal punto que sus efectos solo comenzaron a desvanecerse en los últimos años del siglo XX.
Mientras tanto los planteamientos de la Teatro del Arte de Moscú habían comenzado a calcificarse. Cuando los montajes originales de Stanislavski, que aún seguían en el repertorio de la compañía, llegaron a Londres parecían ya estar preservados en formol.
Fueron las teorías de Brecht las que propiciaron los cambios tanto en el ámbito político como en el estético. Dichas teorías, bien acompasadas con los planteamientos de la tradición puritana de la izquierda, cristalizaron en una serie de propuestas de carácter decidida y expresamente político.
La influencia alemana, que se sintió en un primer momento en las producciones de Joan Littlewood, se concretó después en varias novedades en el campo de la formación que dejaron su sello en el personal estilo populista que imprimió a la compañía que dirigía, el Theatre Workshop. También impregnó profundamente el carácter de las producciones del Royal Court House, sobre todo en el montaje de nuevos textos y también en la manera de interpretarlos. Asimismo, las raíces de la Royal Shakespeare Company creada por Peter Halle, muestran el fuerte ascendiente de este método. Su efecto se encuentra también, aunque a veces resulte paradójico, en el multicolor tejido de las propuestas de la National Theatre Company de Laurence Olivier que produjo varias obras de Bretch, montó algunas obras nuevas de fuerte influencia brechtiana –de John Arden y Peter Shaffer entre otros y aplicó sus postulados a trabajos clásicos como The Recruiting Officer de Farquhar, protagonizada por Maggie Smithque sorprendentemente demostró ser una brechtiana brillante.
Una brechtiana brillante… Maggie Smith. Fotografía: A. Jones/Imágenes del Getty
Sin embargo, Stanislavskihabía sido un referente en el teatro británico mucho antes del aterrizaje de Brecht. Su método se enseñaba en las escuelas de interpretación desde los años 20. Los principales actores británicos, en un primer momento de forma algo tímida, pero con mucho más énfasis después, habían ido sumándose a esa búsqueda de la honestidad psicológica por encima del mero efectismo teatral.
John Gielgud, Peggy Ashcroft, Michael Redgrave, respaldaron su trabajo -Olivier, por el contrario, lo hizo solo tibiamente-; Después de la guerra se les unió Paul Scofield. La enorme popularidad de algunos actores de los años 50 como Montgomery Clift, Marlon Brando y John Garfield sirvió como vehículo para difundir una versión muy mermada del método Stanislavski creada por el profesor de todos ellos, Lee Strasberg. Sería el propio Strasberg el que acuñaría la expresión (refiriéndose a su propuesta): «La versión de bolsillo del método Stanislavski». Básicamente, lo que hizo Strasberg fue concederle todo el peso a un único aspecto del complejo método de Stanislvaski, en concreto, a la honestidad emocional, llegando a reducir toda la teoría a este único concepto.
Esta simplificación no sólo suponía una poda salvaje del método sino que, además, obviaba el proceso de constante desarrollo y perfeccionamiento de la teoría, algo en lo que el autor ruso estuvo ocupado hasta el día de su muerte ocurrida en Moscú, en 1938 habiendo sido honrado con todo tipo de reconocimientos internacionales.
Pero, para entonces, la nomenclatura cultural soviética ya había comenzado el proceso de fosilización que cristalizaría en los anquilosados montajes que se vieron en Londres en los años sesenta. Una amarga paradoja para alguien cuya vida artística había sido una búsqueda constante de la renovación. Una interminable lucha contra los estereotipos, lo convencional y las autorreferencias.
De hecho, la vida de Stanislavski fue fecunda en paradojas. Nacido Konstantín Serguéievich Alekséyev, desciente de una familia de acomodados comerciantes de la industria textil, Stanislavski -tuvo que cambiar su nombre para preservar a su familia del desprestigio que podría acarrearles su carrera teatral- se sintió fascinado por el mundo de la interpretación desde su más tierna juventud a pesar de adolecer de un cierto grado de inseguridad que, sin embargo, desaparecía, como él mismo advirtió, cuando imitaba a otros actores. Según sus propias palabras, en esos momentos conseguía, al menos, ser tan sólo un mal actor.
Junto a sus compañeros, también actores aficionados como él, interpretaba vehementemente en el grupo Alexeyev Circle, que fundó cuando tenía 14 años. En esta primera compañía además de dirigir, siempre se reservaba el papel protagonista.
Con la financiación de su familia y gracias también a una intensa labor de promoción, el grupo cosechó un éxito considerable, lo que le valió a Alexyev -como era conocido aún- el nombramiento como director de una de las escuelas dramáticas imperiales. Fue durante ese periodo cuando conocería a Vladimir Nemiróvich-Dánchenko, quien también gestionaba una de esas escuelas. Su primer encuentro, que duró diez y ocho horas, finalizó al día siguiente en la casa deStanislavski situada en las afueras de Moscú.
Nemiróvich-Dánchenko, un hombre de mundo, muy cultivado y de gustos sofisticados, había escrito ya varias obras teatrales de éxito; por su lado, Stanislavski era bastante ingenuo, poseía un criterio literario bastante básico y limitadas habilidades sociales.
A pesar de las diferencias de carácter y de antecedentes personales coincidieron hasta tal punto en la identificación de los defectos del teatro ruso -y en los remedios que se debían aplicar para solucionarlos- que justo de ese primerísimo encuentro saldría, allí mismo, el modelo del tipo de teatro que ambos habían imaginado.
El tema de la división de funciones dentro de lo que decidirían llamar el Teatro del Arte de Moscú se resolvió con la propuesta de Stanislavski de que él se encargaría de la forma mientras que Nemiróvich-Dánchenko se ocuparía del contenido. Esta solución unilateral a la larga sería ocasión de varios desencuentros.
El primer montaje que llevaron a escena fue una epopeya histórica de Alekséi Tolstói. Fue un gran éxito, sobre todo, debido al concienzudo trabajo de investigación sobre vestuario y escenografía. Los siguientes montajes no tuvieron una acogida tan calurosa por parte del público, incluida su propuesta de Julio César con atuendos romanos y uno decorados escrupulosamente historicistas que, sin embargo, no llegaron a encajar bien con la obra.
Otras producciones tuvieron que ser canceladas debido a problemas con la censura. Ambos colaboradores se dieron cuenta de que se encontraban en una situación tan precaria que de no tener un gran éxito se hundirían para siempre: Nemiróvich-Dánchenko propuso montar una obra que había fracasado en su estreno, “La gaviota” de Chéjov. En contra de sus propios deseos, ya que nunca apreció ni entendió la obra, Stanislavski aceptó. Cuando llegó el momento del montaje Stanislavski se retiró a su dacha desde donde enviaba a Moscú, hoja por hoja, su elaborada propuesta escénica; mientras, Nemiróvich-Dánchenko ensayaba con los actores, bueno, con todos menos con el propio Stanislavski, que interpretaba el papel crucial del escritor Boris Trigorin. Cuando finalmente regresó a Moscú, la obra fue estrenada cosechando un grandísimo éxito.
Con su habilidad natural para crear ambiente Stanislavski consiguió forjar una experiencia teatral verdaderamente novedosa en la que las voces y los personajes se entretejían en una urdimbre de sonidos de la naturaleza y de la vida cotidiana; mientras, la acción se interrumpía, para sacar el máximo partido poético de esas pausas e interrupciones de la rutina cotidiana. Stanislavski fue profusamente imaginativo rellenando esas pausas con acciones dramáticas que las justificasen lo que propiciaría un efecto hipnótico, un espejismo de la vida real. No se trataba de naturalismo puro y duro sino que era, más bien, la poesía del día a día.
El éxito del montaje salvó el teatro que más tarde adoptaría el símbolo de la gaviota como su mascota. El autor, sin embargo, a pesar de estar satisfecho con que su obra esta vez hubiese gustado, a diferencia de lo ocurrido en el desastroso estreno en San Petersburgo, no estaba en absoluto satisfecho con la puesta en escena. De hecho, tras la función, haría rabiar a Stanislavski diciéndole al oído, que su próxima obra se iba a desarrollar en un campo sin grillos ni mosquitos para que estos no interrumpiesen a los personajes cuando intentaban conversar. Además, a Chéjov le pareció, que Stanislvaskino había entendido el personaje de Trigorin. Esta fue una constante en la carrera de Stanislavski, tanto como actor como de director ya que tenía la manía de sustituir las obras y los personajes originales por obras y personajes que había creado su propia imaginación. Su sentido literario fue siempre limitado, nunca fue un lector ávido. En efecto, según lo que decía Nemiróvich-Dánchenko, Stanislavski era prácticamente disléxico. Siempre tuvo dificultad con las palabras, no solo le costaba aprenderlas, a veces incluso le resultaba difícil decirlas; fuera del escenario tenía fama de elegir la palabra equivocada o, incluso, ser incapaz de recordar aquélla que necesitaba. Una reflexión interesante sería averiguar hasta qué punto esta limitación oral influyó en el desarrollo de su método que tantas veces parece desafecto al lenguaje.
Fijando los patrones. Izquierda a derecha, Stanislavski, Maxim Gorki and Lilina Stanislavski. Fotografía: Archivo Hulton /Imágenes del Getty
Stanislavski sintió el impulso para desarrollar de su sistema debido a la insatisfacción que le produjo el trabajo que él y sus compañeros de reparto habían hecho en el repertorio que siguió a La gaviota, con las tres obras que Chéjov escribiría tras el éxito de aquélla: El tío Vania, Las tres hermanas y El jardín de los cerezos y las primeras obras que Maxim Gorki escribiría para ellos.
Stanislavski se daba cuenta, con creciente frustración, de que su interpretación y la de sus compañeros de escena seguía siendo insegura e imitativa, es decir, carecía de la verdadera honestidad que él había concebido como el objetivo fundamental de la labor artística del actor. Desde su juventud se había sentido atormentado por esa sensación de falta de seguridad en sí mismo. Era alto, apuesto, agraciado, inteligente. Lo tenía todo menos la espontaneidad. Nemiróvich-Dánchenko refirió la buena primera impresión que le había producido Stanislavski: qué serio, qué reflexivo, qué diferente a la forma de comportarse que se esperaba de un actor. Ni gritón, ni vulgar ni pagado de sí mismo.
Según Nemiróvich-Dánchenko destacaba, por encima de todo, su naturalidad que Nemiróvich-Dánchenko atribuía al trabajo concienzudo frente al espejo.
Todo parece indicar que Stanislavski tenía una facilidad natural para actuar y a pesar de eso, en su autobiografía Mi vida en el arte se muestra su constante preocupación ante la posibilidad de no haber sido un gran actor. Está claro, que si hubiera podido dejar de obsesionarse con el tema, al menos por un momento, lo habría llegado a ser.
Este bloqueo que había percibido en sí mismo se lo achacaría también a sus compañeros: Cuanto más duro trabajan peor era el resultado.
Llegó a 1910 agotado debido al doble esfuerzo que suponía interpretar el papel protagonista en casi todos los montajes y, además, ocuparse de la puesta en escena, así que decidió tomarse un año sabático en el que intentaría resolver el enigma de la contradicción entre el esfuerzo excesivo y los resultados insatisfactorios.
Pasó mucho tiempo en Italia, observando de cerca a grandes actores como Tommaso Salviniy Eleanora Duse e intentado aprehender es inspiración que poseían y que parecía surgir sin esfuerzo alguno. Llegó a la conclusión de que estos actores creían en lo que estaban haciendo y esa certeza les proporcionaba la capacidad de, a pesar de la exposición pública del escenario, ser sinceros en sus emociones más profundas. Además, el convencimiento en lo que hacían también les aportaba sosiego, pues ciertamente daban la impresión de no estar bajo presión. Fue en este momento cuando Stanislavski decidió observarse a sí mismo. ¿Estaba relajado al actuar?, prácticamente nunca. ¿Creía en lo que hacía?, rara vez. ¿En qué ocasiones se había conseguido relajar? ¿Cuándo había creído en lo que estaba haciendo? ¿Cuándo había interpretado bien? Recordaba algunas escenas de ciertas funciones. ¿Por qué habían funcionado tan bien aquellas ocasiones? Se dio cuenta que, casi siempre, había salido bien porque esas escenas tenían analogía con experiencias personales o recuerdos de su propio comportamiento que le habían dejado huella. Esta parecía ser la clave. ¿Qué pasaría si se pudiera construir la totalidad del personaje de esta manera? El personaje resultaría creíble durante todo el tiempo y la relajación surgiría espontáneamente. Pero no se trataba de conseguir una impresión exterior de aparente tranquilidad, ya que esto no tendría un efecto significativo en la representación, se trataba de conseguir una liberación genuina y espontánea.
La diferencia entre los grandes actores y los, ¿por qué no decirlo?, actores como él, era que aquéllos sabían por qué hacían lo que hacían. Daba la impresión de que todo lo que hacían esos personajes estaba motivado por algo: Parecía que siempre tenían un anhelo y cada paso que daban, cada acción que realizaban iba dirigida a cumplir ese deseo. Así que había un postulado más. Con estos descubrimientos bajo el brazo, a saber, el principio de la credibilidad del personaje sustentado sobre la base del uso de experiencias personales; el principio de la relajación y, por último, el principio de la acción, Stanislavski reunió a los miembros del Teatro del Arte de Moscú y les anunció triunfante: “¡He descubierto los principios del Arte!”, a lo que ellos respondieron «No, no los has descubierto». «La interpretación no tiene nada que ver con eso que dices».
A partir de ese momento Stanislavski fue prácticamente un extraño en su propia casa. Su relación con Nemiróvich-Dánchenko, que siempre había sido difícil, se volvió abiertamente hostil. Especialmente desde que éste, que ahora era miembro del Partido Comunista y el director de todos los teatros dramáticos de Moscú, le humillase públicamente imponiéndose como protagonista de Stepánchikovo y sus habitantes tras quitarle el papel a Stanislavski en el mismísimo ensayo de vestuario con la excusa de que había sido incapaz de traer el personaje a la vida.
La compañía pasó los primeros años postrevolucionarios y la guerra civil haciendo giras por Europa y América. En el extranjero se identificaba al Teatro del Arte de Moscú con Stanislavski, y su trabajo tanto como director como actor era unánimemente aclamado. Sus libros, a veces traducidos con torpeza y extravagantemente publicados, pronto comenzaron a gozar de mucha influencia.
A su regreso a Moscú el ostracismo fue en aumento. Entonces creó el Estudio de Teatro, (NT una escuela de interpretación) un espacio en el que poner en práctica sus ideas. Posteriormente crearía un Segundo Estudio y, por último, el Tercer Estudio. Durante los últimos venticinco años de su vida su dedicación a la enseñanza fue cada vez mayor; siempre modificando y adaptando sus principios pero sin llegar nunca a poner en duda la verdad de sus primeros hallazgos.
Los miembros fundadores de la compañía nunca llegarían a adoptar la totalidad de esos postulados hasta el punto de que en sus colaboraciones Stanislavski se veía forzado a negociar con ellos teniendo que ofrecerles partes extensas en sus producciones para conseguir que se plegasen a sus ideas sobre el ritmo, las acciones, actividades y memorias emocionales.
Los actores más jóvenes al principio abrazaban sus ideas con entusiasmo pero posteriormente se desbordaban superando al maestro en atrevimiento y deseo de experimentación. De nuevo se volvió a sentir aislado dentro de su propia compañía, aunque, como siempre había hecho en el pasado, terminó contagiándose del vigor de las nuevas generaciones renovándose una vez más en una radical y controvertida producción de El inspector.
Mientras, avanzaba en su trabajo llevándolo más allá del simplista planteamiento original de la primacía de la emoción y la psicología para adentrarse en la exploración de la acción física y el de la importancia crucial del ritmo interpretativo. Estos últimos desarrollos del sistema se adaptaron muy escasamente en los métodos de formación del oeste aunque en el bloque del Este siguen siendo usados y aún hoy son objeto de investigación. Lo mismo ha ocurrido con el trabajo de los alumnos de Stanislavski cuyos resultados se pueden apreciar en las extraordinarias obras producidas en la región por teatros tales como el Rustaveli de Georgia, El Joven teatro del Estado de Vilna y el Teatro Maly de San Petersburgo. La influencia también se puede apreciar en el llamado teatro físico que ha sido tan recurrente en el teatro británico durante las dos últimas décadas.
En occidente el trabajo de Stanislavski en sus fases más embrionarias está bien consolidado en academias de interpretación y es, desde ahí, desde donde ejerce su influencia. Para la mayoría de los actores que se encuentran dentro de los límites del realismo psicológico –sobre todo en TV y en cine– los planteamientos de Stanislavskisobre los principios de la interpretación están en los cimientos de su forma de abordar el personaje: conectando la vida emocional del éste con la del propio actor; identificando sus deseos y acciones y comprobando cómo éstos encajan en la trama. Stanislavski fue el primero en reconocer estos elementos y en formular una forma en que los actores pudieran trabajar con ellos para superar la imitación o la simple intuición.
Los planteamientos de Brecht, sobre todo la idea de que la interpretación debe ser vasalla de la historia que se narra; la noción de que el espectador no necesita saber más del personaje que lo estrictamente necesario para entender la trama; la idea de que el gesto es la llave maestra del actor y que, por lo tanto, dominarlo es su tarea primordial y, por último, la idea de que sensibilizar al público sobre las contradicciones de la situación que se representa es la finalidad del hecho teatral, no han perdurado.
Por el contrario sí persiste la fascinación de Stanislavski por el carácter humano, su diversidad y complejidad. Eso sí, también se mantiene en su método una gran desconfianza hacia los actores, su inherente tendencia a la inseguridad, a la superficialidad, al acomodo en las convenciones y en la imitación (por supuesto, esos eran los errores que en lo más profundo de sí mismo sospechaba padecer).
Su alumno estrella Michael Chekhov a pesar de suscribir el análisis sobre interpretación de Stanislavski, tenía una visión diferente de los actores. De hecho pensaba que los intérpretes debían procurar no perder nunca la ilusión de la primera llamada vocacional. Debían retener -en la escuela, en casa, en la calle- su facilidad original para entrar en el personaje, su fantasía, la conexión inmediata con su imaginación; precisamente porque de todo eso emergería la libertad natural que fue siempre tan esquiva con Stanislavski. Es decir, una Interpretación stanislavsquiana libre de gravedad que fuese como una celebración desenfadada y divertida. Eso es algo que tenemos que tener en consideración ahora. Seguramente la parte de él que sabía que la espontaneidad estaba en el núcleo de la interpretación posiblemente se hubiera emocionado con este matiz.
El centro Dramático Nacional trae a Madrid dentro de su ciclo (Una mirada al mundo) «El duelo» de Anton Chejov en Producción del Teatro del Arte de Moscú
REPARTO (por orden alfabético)
Alexei Agapov, Armen Arushanyan, Anatoly Beliy, Victor Kulukhin, Dmitri Kuptsov, Pavel Levkin, Evgeni Miller, Dmitri Nazarov, Natalia Rogozhkina, Valeri Troshin, Olga Vasil’eva
EQUIPO ARTÍSTICO
Anton Yakovlev (Dirección), Nikolai Slobodyanik (Escenografía), Anton Yakovlev y Nikolai Slobodyanik (Iluminación), Alexander Manotskov (Música), Lyudmila Sushkova (Ayudante de dirección), E. Tsvetkova (Fotos), Mar López (Diseño de Cartel)
19 a 22 de septiembre de 2013
Teatro Valle-Inclán
Ciclo «Una mirada al mundo»
Idioma: ruso con sobretítulos en castellano
Horario: 19:30 horas
Duración: 3 horas con un descanso
Encuentro con el público el 21 de septiembre al finalizar la función